Tweet Segui @dini912030 Maleta de Opiniones: octubre 2013

03 octubre, 2013

Tren de vuelta (Segunda parte, de Lautaro a Victoria).

¿Cuántos sentimientos caben en una cucharita de té? ¿Cuánto de un día se puede ver en los ojos de una
Ñaña que lleva las bolsas de la ferretería de vuelta a casa? ¿Cuántos retoños que descansan en la paz del Señor quedan colgados en las puntas de los árboles que nos guían el camino al norte? ¿Cuántas preguntas caben en un segundo, en el trayecto a la siguiente estación?

No tengo idea, ya no sé en qué minuto se secaron los árboles que nacían desde el verde brote de algún perdido fotograma. 

Es como si el tren no sólo fuera capaz de cortar un cuerpo en dos, sino que ataja, firme, los pensamientos antes de que se vayan a volar. Aquello me lleva a pensar que los rieles no son los suficientemente fuertes como para soportar un maremoto, y que los durmientes no tienen la suficiente paciencia para despertar los dormidos relatos de amor. 
Esto es como ir flotando sobre la nada, pero a exceso de velocidad. Es extraña la sensación de ir acariciando las suaves colinas, al norte de Lautaro; es frenético el corazón cuando se aprecia la humilde inmensidad del alma encerrada en un cultivo. Aburre trabajar a veces. Lo sabes cuando cargas la leña y el montón está a punto de caer porque no sabes cómo se te fue a ir ordenarla bien; lo sabes cuando yerras en el escoger algún objeto que no era y tienes miedo de decir que te equivocaste; lo sabes cuando escapas veinte segundos a comprar una galleta, porque tienes hambre y no das más en medio del entuerto por bajar una fila. 

¿Ya te conté que acaba de sonar un ave gritando para que vuele, tranquila, en el horizonte? ¿Ya te conté que las ventanas del tren son lo suficientemente amplias como para observar cómo se te oxigenan los sueños? Discúlpame la lata, pero es que tenía demasiados cuentos atragantados. Creo que se nota bastante. 

El tren bajó la velocidad y llegamos a un pueblo nuevo. 

Del Quillém que alguna vez pudo haber sido, ya no queda mucho. Los andenes ya no se distinguen en medio de la colonización forzada que realiza el musgo y la humedad. Tanto, que Büchi se promociona en medio de las vigas del bosquejo de bodegas de estación que tiene. Ni los perros nos salen a recibir; sólo la brisa oculta que se estremece por las puertas abiertas del tren, un mate inconcluso en alguna casa añeja, el sol abrasador que nos alumbra, los sueños que aún están por cumplirse. Es extraño, porque si fuera por el paradero, hace rato que Frei habría sido Presidente.

Es como la tercera vez que pasan cobrando los boletos, a algún pasajero del cual se olvidaron. A ratos, pareciera que el tren se inclina en medio de las colinas sinuosas que ocultan ríos subterráneos. Acabamos de pasar un puente añejo que conserva las tuercas que lo sostienen desde quizás que tiempo civilizador. Una solitaria ave se distingue en medio del cielo azulado, parecido al que canta el Himno Nacional. Ese que no tiene mapuche, sino que araucanos, ese que tiene cordilleras interminables y no aislamiento, ese que ni siquiera tiene un jardín propio, sino la copia prestada del Edén que sale en la Biblia. 

Todos duermen alrededor de este prospecto de escritor en retirada. La tarde, al parecer, no está como para pasear, está como para quedarse dormido con lo suave que llega a mecer el tren. 

Es raro, pero es como si se encerrara el pequeño país que conforma el Wallmapu, dentro del coche. Los adultos mayores, son mayoría. Las pieles jubilosas por los años de guerra en, dentro y contra la vida, sus omisiones e indulgencias, se duermen como en medio de una canción de cuna. Resaltan los sombreros que venden en alguna tienda que fue, en otro tiempo, de novedades, y las chaquetas que usan las abuelas cuando van a hacer alguna diligencia. Y es extraño, porque si bien existen sueños colegiales a bordo, somos bastantes universitarios con cara de ser primera generación que conoce el mundo superior. Y la mayoría tenemos cara de haber nacido en la gloriosa década de los '90, antes de la neoliberalización absoluta del mundo, cuando eramos medio ingenuos y nuestras madres, para hacer el aseo tranquilas, nos ponían frente a la tele para dejarnos tranquilos.

Perquenco nos recibe, y al pasajero de adelante se le acaban de ocurrir como "veinte ideas sobre electricidad y magnetismo". Poco se detiene el coche en la estación, cuando el sol baja un poquito. El paradero es amplio, pero el pueblo parece opaco, seco, como dormido en algún punto del progreso. Como la mayoría de los pueblos de la Frontera, parece que las calles de tierra y las pavimentadas convivieran como en una fusión extraña. Como los del valle central de más al norte, son pueblos de bicicletas. No entiendo cómo las administraciones regionales no se han aplicado ahí. Quizás pensaron lo mismo que los que concesionaron estos caminos que deberían ser nacionales. Nada personal, pero independiente de lo que ocurra políticamente dentro de este cerebro, siento un dejo de nostalgia y desazón. 

Otra vez vuelven a cobrar el pasaje. Cansan los dedos con tanto escribir, aunque estas máquinas de escribir modernas son lo mejor. 

Avísame si te estoy aburriendo demasiado, quizás quieres dormir. O a lo mejor quieres que te deje de conversar tanto sobre lo que veo a ratos, que se trasluce entre medio de la ventana del tren. ¿Se arrancan los suspiros a veces, no? En particular cuando no se debe realizar. Parece cuento largo de viajero ocasional de ferrocarril, a diferencia de antaño, cuando era lo que movía a la nación entera. 

¿Cuánto es que era hasta Santiago? Ya ni me acuerdo del dato, pero tiene que haber sido otra cosa. En bus, ni siquiera sabes si el chofer tiene sueño o los cinco sentidos alerta, a veces no te convidan ni un vaso pequeño de café y tienes la sensación de que el tacómetro no sirve, como su criterio. El apuro, el puto apuro por la neoliberalización de los sentimientos nos ha llevado a límites insospechados. Particularmente, cuando el caballero de sombrero del costado derecho toma bebida como si fuera trago, pues la esconde dentro de la bolsa. Todos lo hemos hecho alguna vez, a estas alturas no es pecado.

¿Has tomado alguna vez el Tren de la Araucanía? Se conversa en el asiento delantero. Y vale caro, porque son como seis lucas el pasaje. En el fondo pagas por la sensación real de estar en el pasado, aunque es un gastadero innecesario cuando tienes imaginación. Tan sólo necesitas el bamboleo del tren, tiempo en el día y un par de chauchas si eres medio cabro. La sensación es más exquisita cuando quieres huir del mundo, aún cuando no deberías. Es como aquella primera vez que se realiza algo oculto, prohibido, o cuando se recorre, lentamente, el secreto de alguna otra corporalidad envuelta en ansias. Volver, en el sueño medio inconciente, a saborear cada boca envuelta en chocolate es siempre una nueva sensación personal e indescriptible. 

Vamos llegando a otro nuevo pueblo de la Frontera. Vamos llegando a Púa.

Los rieles se amontonan a la orilla del camino y duermen, plácidos, la muerte. Aún queda en pie la vieja estación de fachada clara y marcos de ventana azules. Como en otros pueblos, hay raíles compañeros que esperan que pase el tren de carga, bebiéndose amargamente el óxido café de los años. Las casas que se vislumbran son bajas, con pinturas corroídas por el sol y la lluvia intensa, las piedras alojan, expectantes, como si algo fuera a pasar. El alma jamás se vacía cuando se trata de describir lo que amas, en particular cuando amas la tierra en que naciste. Seca, opaca, gris y todo lo que se quiera y no se quiera decir, pero es el amor que se tiene y eso se respeta hasta la médula de los huesos. 

Un solitario anciano mira la partida del tren, como quieriendo y no queriendo que el tiempo pase. Este pueblo tiene ese sabor de los segundos lentos, de las miradas pacientes, del vino bigoteado, de la conversación eterna, de la radio que toca las rancheras en el AM. Tiene el sabor del pan amasado mirando cómo el sol se esconde en el volcán de allá a lo lejos, el mate tiene el gusto a los años pasajeros. No sé cómo lo beberán aquí. Quizás con miel, prometiendo matrimonio, o con una torrajita de limón o laurel para acompañar. Tanto, como la nueva pintura que aplicaron al puente que acabamos de pasar. Ríos no quedan en esta historia, sólo esperanzas de trabajadores que agotaron sus sueños en la orilla de la línea, sabiendo que en la noche dormirían, que en medio comerían y que de repente una cañita beberían. Nada más.

¿Te fijaste que el ruido del tren al pasar es diferente en un puente? ¿Y que los árboles tienen los dorados cabellos del crepúsculo? ¿O que las poesías tienen el sabor dormido del metal cuando pitea el tren? ¿Viste los cerros amarillos, dulces porque se estrecharon la mano con el amplio cielo? ¿Viste cómo las colinas están con tamaño dispar y a ratos no nos dejan ver la tierra plana que le juraron a Colón para no endeudarse?

Se me había olvidado que tenía piernas, porque las acabo de mover y se demoraron un tiempo en responder. Esto de la literatura hace que ni siquiera tengas la sensación de tener dedos, de respirar, de apasionarte por algo más que no sea lo que tienes frente a tus ojos. Las ideas se te escapan con la vida, cada segundo tiene preso el pensamiento que quieres sacar a la luz, cada estrella que no ves es un juramento a la pasión, cada olvido que se te viene a la mente lo pierdes en medio del rugir de un tren que no calla y avanza cada vez más rápido. Cada vez más se te agita el corazón y debes sacar la idea. La gente desaparece alrededor tuyo. Sólo quedan las palabras. Vuelves de a poco en tu persona, te acuerdas que respiras, que tienes hambre, que corre sangre por tus venas, que tienes horarios y responsabilidades. Te acuerdas que tienes nombre, que eres persona, y una extraña masa de luz vuelve al centro de tu pecho. 

Acabas de escribir una palabra.

El silencio que envuelve a una solitaria casa es roto por el paso del ferrocarril. La vía gira hacia la derecha y unos silos gigantes nos reciben, a semejanza de un molino. El sol clarea más. La temperatura baja respecto de Temuco. El tren grita una última vez y comienza a detenerse. Hemos llegado a Victoria. 

Victoria es pueblo de quesos, de cabrería y de sol bonito cuando quiere. Tiene de esos puestos de comida para viajeros, pero baratos en relación a la capital. El tren se escucha, a lo lejos, en la plaza, verde y cemento que te invita a descansar. Existen segundos en la ciudad que te permiten repensar lo que vas a escribir, como añorando la última vez que bebiste Coca-Cola acompañado. El tren partió hace un ratito ya y el tiempo parece no avanzar. Son los mismos segundos que en las ciudades grandes, es verdad, pero parece que aquí se alcanzara a hacer todo. El paso es un poco más rápido que en los poblados de la orilla de la línea pero, como estación terminal, Victoria conserva algo de esos tiempos de esplendor. 

Enfrente del parque, recuerdas, existe uno de esos puestos donde puedes tomar el té, a kilómetros de distancia de la realidad pero lo suficientemente cerca como para acercarte al mundo de los sueños. Ya ni recuerdo lo que conversábamos, deben haber sido copuchas varias con tintes de política y un poco, bastante, de sentimentalismo. Ya no sé qué pasiones mueven a los seres humanos a realizar ciertas acciones. Sin embargo, también es impresionante la capacidad que tienen, como raza, de volver a levantarse. A la larga, es rico soñar, oxigenarte y oxigenar las ideas. 

Sí, es rico volver a soñar.

Asimismo, es extraño haber tomado el tren para partir hacia el ninguna parte, escapando del jamás y del bullicio, particularmente llegando a la hora de las teleseries extranjeras. Particularmente, también sin pensar que habrían tantos niños con sus rostros de fascinación al ver que pueden meter la mano dentro de un cono de helado o mirando cómo se mueven sin moverse, encerrados dentro de una cosa extraña. Yo no sé en qué minuto se nos olvidó la candidez de comer un dulce, o la eternidad que podía durar una tarde de juegos. Mirándolo desde ese punto de vista, quizás se encienden mayores pasiones de las que podemos sentir de grandes; pero, mirándolo desde la lejanía relativa, debe ser un sueño delicioso donde nada importa, salvo ser feliz.

Quizás ahí reside el secreto de la felicidad más profunda. 

Es extraño ver mi reflejo en el refrigerador del local. Las ojeras son evidentes y las articulaciones de los dedos empiezan a resentir. Parece el epílogo de un algo. La piel tostada se confunde con el reflejo del atardecer. 

Es hora de terminarse la bebida y tomar el tren de vuelta a casa.