Tweet Segui @dini912030 Maleta de Opiniones: septiembre 2013

24 septiembre, 2013

"Tren de vuelta". (Primera parte, de Pillanlelbún a Lautaro)

¿Te acuerdas de aquel pueblo donde estaba la leña estacionada, a la orilla del ramal? Pillanlelbún tiene esa cosa extraña de los pueblos de la Frontera, en el interior más profundo del Wallmapu, que atrapa a los viajeros como en el tiempo detenido y estancado. El día está lindo, lejos de aquel invierno mortífero que era capaz de congelar hasta al alma más valiente.

El tren corre lento, como vuelo de ave que quiere cazar a su presa lentamente. Los cerros, a lo lejos, describen profundo cómo es que la tierra está cada vez más seca por el ejército de pinos de la Tercera Ocupación. La gente aquí no habla: Mira extrañada cómo es que el pasajero que va en el asiento 12 (que encima se equivocó de puesto, porque era a la venta que da a la nada), sacó una máquina de escribir moderna. 

Los rieles son infinitos, no terminan jamás de hacer ese ruido característico del viaje en este caballo de hierro. Hay gente que duerme, claro está, en el minuto en que te preguntas en qué estará pensando su inconsciente. ¿En qué trabajará? ¿Con quién habrá discutido ayer? ¿Qué extraños cuentos estará pensando mientras que el pasajero que le da exactamente en diagonal se bebe sus silencios como vino añejo, esperando delatar una corriente de conciencia en medio de este tren de vuelta?

No tengo idea a lo que voy y de lo que huyo, sólo sé que quería huir de la ciudad un rato. El bullicio ahoga a las mentes y las vuelve agua; agua turbia como la que dejan lo leños al ser humedecidos por mangueras a la orilla de la vía férrea. Es que hace un calor a ratos insoportable, tanto como las antenas que se encumbran, imponentes, sobre los cerros que cada vez se ven más cercanos. 

El cordón Ñielol es una marisma impresionante de letras sin conocer, ahogado por los llantos secos del verde gendarme. 

¿En qué habrán creído, qué esperanzas habrán traído aquellos carrilanos que nos hicieron las vías por las que transitamos ahora? ¿Cuánto trago y cuántas putas habrán sido las depositarias de aquellas chauchas con las que antiguamente pagaban?

No tengo idea. Lo cierto es que llevo rato huyendo de nuestra central estación de Temuco, esa que vino Lagos a inaugurar con bombos y platillos, esa que se diluyó en la bruma de la promesa del tren al sur, ese que aún estoy esperando, ese que algún día sé, se volverá a levantar como los añejos espíritus que nos construyeron aquí la tierra.

Vamos más lento que los autos, es cierto, pero sabemos que vamos a llegar, todas y todos, a destino. 

El río se nos acerca amenazante, como queriendo susurrar el canto de los antiguos peñi que bajaban a trabajar al valle. Ya no son esos cerros que vieron las primeras pica pica, que vinieron junto con los colonos. Son lejanos testigos de un tren que trae gente común y corriente que transita quizás a qué parte. 

Llama la atención la cantidad de áridos que se están extrayendo últimamente. ¿Tendrá alguna consecuencia el el futuro? Quién sabe, quizás ya ni estemos vivos para cuando eso suceda. El tren acaba de dar un nuevo pitazo, al parecer estamos cerca de algún cruce. El bamboleo es creciente, las risas se escuchan a lo lejos, mis dedos parecen perderse en medio de estas máquinas de escribir modernas que pueden llevarse, livianas, como el sueño que concilia bonito cuando no comes antes de dormir.

"Ingeniería civil mecánica", resuena fuerte de una conversación, justo cuando llegamos a otro de nuestros pueblos de la Frontera. ¿Quién tuvo la bruta idea de llamarle Araucanía a esta tierra indómita, si jamás tuvo araucanos? ¿Quién tuvo la puta idea de bautizar como "región" a este orden que se asemeja a un batallón?
"Próxima detención: Estación Lautaro Centro", dicen los alto parlantes.

Nos recibe, como se recibía antaño, una verde escuela frente de una iglesia Pentecostal. Las calles son interceptadas por una vía férrea que detiene, lento, al caballo de hierro que nos lleva al final de nuestra ruta. La gente ya no se detiene a observar la llegada del tren: No es novedad en medio de tanto automóvil. Quien duerme, sigue durmiendo. Quien conversa, ha dejado de hablar. El ferrocarril se detiene algunos momentos más, con el silencio necesario para dejar flotar un estornudo producto de algún cambio de temperatura. Vuelven a cerrarse las puertas.

El respirar agitado de alguien que ha llegado justo a tiempo para beberse un nuevo viaje, resopla y se confunde en medio del sonido de las campanas que indican que viene tren. El camión de bomberos no ha podido pasar, le cuesta, y las construcciones de vieja madera, forradas con latón, resisten una nueva tarde. Lautaro tiene ese aire extraño de pueblo cálido y plaza que te invita a conversar. Aún resuenan los viejos trazos literarios de Teillier, recordados en cada calle, en cada plaza, al punto de ser casi una obsesión. Bueno está, de todos modos, pues nuestra chilena memoria es porfiada en recordar a quién lo merece.

Justo a tiempo para que nos reciba la "Cafetería Estación Lautaro", auspiciada por Cachantún, con el tarifario arriba. Pocas almas nos reciben, cargadas de bolsas de plástico y carteras de la tienda china. 

¿Nos volveremos a ver, cariño? Le pregunto al letrero blanco que corroe, día, con día, el oxido. ¡Cuántas casas se siguen levantando, contrastando los molinos que se comen al sol de la tarde!