Tweet Segui @dini912030 Maleta de Opiniones

05 diciembre, 2013

Me parece que estoy peleando solo.

La Región de La Araucanía no puede tener un panorama más desolador a trece décadas de su incorporación forzosa y violenta al Estado chileno: Es la más pobre y con menos inversión, con una tasa de crecimiento débil y donde se encuentra la capital de la desigualdad. Temuco es un oasis en medio de tierras que se secan cada vez más con los días, con caminos intransitables en invierno, con viviendas que soportan apenas los cambios de temperatura.

Ser pobre en esta ciudad no es fácil, como en el resto del país. La atención médica no es la más apropiada y nuestros adultos mayores no tienen más medicamentos que un paracetamol; nuestros jóvenes quieren huir de la realidad porque no existe entretención, vida, color o una red de apoyo efectiva; nuestras mujeres trabajan al límite de las fuerzas para poder llevar el pan y dejar educación a la descendencia. Las avenidas lucen limpias, pero nuestros pasajes se llenan de tierra y frialdad. Se erigen colegios de última generación, pero otros se ensombrecen con el fantasma de la fusión. Muchas y muchos dirigentes son encantados por una vasta red que les hace “pertenecer” a la gestión municipal, pero no son más que voladeros de luces que perpetúan el poder de unos pocos.

Es más, parece estar todo hecho. Como he sostenido en otros textos, todo funciona bien en Temuco y, en general, en el país. Chile se sostiene más en proyectos que en realidades, en presupuestos más que en ejecución. Cuando un Gobierno llega al poder, genera programas con base en muchos fondos para pocas personas de colectividades que quieren enquistarlos a toda costa.

Pocos, en la actualidad, caminan kilómetros para ir a estudiar, y muchos más se olvidan de los orígenes. Son escasísimos quienes quieren volver a aquel trabajo roto por el quiebre de 1973: En las poblaciones, con los pies llenos de barro, amando la falta de pintura en un barrio pobre por sobre la comodidad de un sillón. Es cierto, existen personas pertenecientes a la élite política que valoran las ideas que pueden surgir desde las experiencias hostiles que deja la vida, pero se adaptan al “sentido de realismo” o se ponen en función de la mantención del actual orden de cosas para alejarlas de su quiebre. Ni hablar de ampliar la participación efectiva de la ciudadanía organizada: Mejor dejarla sólo en el votar una vez cada tanto y volver a trabajar.

Es un hecho: La élite no quiere pelear. Por cierto que no son las mismas peleas personales que, entre otras ideas, son por Talleres de Alfabetización Ciudadana que permitan el desarrollo integral en ámbitos financieros, políticos, históricos y judiciales; o por la creación de Mutuales Culturales donde personas con talentos en lo artístico se asocien para hacer giras y llevar el arte a nuestros barrios. Por aprovechar la nefasta fusión de escuelas en Temuco y crear una nueva Escuela Artística, por una política de “Teatro Social” para la ciudad, por reflejar nuestra historia local en murales repartidos por la urbe, por rescatar las franjas verdes de nuestras poblaciones. O por la elaboración de Rutas del Caminante y del Ciclista y Barrios Modelo que permitan ciudades más amables y preparadas para la revolución ambiental que se viene en las próximas décadas. O, en lo más utópico, por ver un día una Empresa Nacional de Internet que asegure este servicio.

Pero es un hecho: La élite no quiere pelear. Y en general, en tiempos en que está todo hecho y que la comodidad le gana a la acción. Da lo mismo si vivimos tan desprotegidos como en 1920: Hay batallas que no tienen cabida, ni dentro ni fuera del club. Parece que es mejor guardar las ideas en un precioso baúl junto con los sueños de la infancia y cerrarlo con llave para volverlo a abrir en alguna conversación informal donde la conclusión sea “es buena idea, pero ahí va a quedar, en una intención, porque nadie pesca”.

Sin dinero, además, tampoco muy lejos se avanza. Todos quienes emprenden distintos tipos de aventura se topan con aquel pequeño pero fundamental detalle. Hay sectores que tienen “caja” para ejecutar sus proyectos e invertir en su mantención. No mucho se le puede pedir a quien se alimenta más de ideas que de una abultada billetera.

Me parece que no es mucha la gente alrededor que quiere batallar.

Me parece que estoy peleando solo. 

24 noviembre, 2013

Primera carta a la pedagogía.

Hubo muchas cosas que antes no te dije, Pedagogía. Preferí ser dueño de mis silencios que esclavo de mis palabras pues no conocía aquella, tu palabra en toda su dimensión. Es cierto, fueron acercamientos espurios los que tuve contigo, pero hoy se hacen grandilocuentes en la hora de los balances respecto de un ciclo que, como el país, termina.

La vocación por ti nació como el país, en tiempos en que todo parecía andar bien. Como un embrujo fugaz pero potente, los pequeños capitales culturales se pusieron al servicio de los demás. Podía ser en las amplias y redondas mesas de un liceo oxidado, donde trazábamos las primeras líneas del futuro repasando para la bendita Prueba que definiría los años siguientes. O, también, en la fría rancha de madera donde el viento se colaba, presuroso, donde se repasaban los primeros aprendizajes de memoria.

Tras el umbral de la gran Evaluación, el futuro se dibujó claro: Pedagogía. Esa, tu palabra, puede ser un poncho grande cuando, solo, uno se ve frente a un curso en el segundo previo a dar la primera palabra de la clase cuando se intenta guardar silencio. También, te conviertes en un infinito té de menta refrescante cuando se nota en una mirada que lo que se transmitió se aprendió.

No es menos cierto que también puedes ser un blanco copo de nieve sobre la cabeza cuando se debe planificar, o un amargo chocolate cuando se pasa alguna rabia por el comportamiento. Si bien son las últimas instancias a las que se llega cuando no se puede resolver un conflicto, también termina por ser una anécdota en un camino intrincado, como la vida. Porque, como en la existencia, existen días buenos, pero también agrias sensaciones.

Porque venimos de un Chile desigual. Porque hay uno en que el proyector está previamente instalado, el sonido estéreo invita a recorrer los recovecos del pasado, los aromas acogen la enseñanza. Generalmente, los ladrillos están tan bien ordenados y pintados que se asemejan al más puro de los castillos de naipes.

Pero hay otro Chile que se esconde detrás de un muro de cemento lleno de grafitis, donde los rostros se impregnan del color de la tierra húmeda, donde, por flojera o necesidad, faltan los cuadernos y los lápices, y sobran las faltas. Donde muchas veces los talentos se desperdician y cuesta más salir adelante, donde los ciento treinta pesos del autobús se ausentan adrede para coronar un día complicado.

¿Existen diferencias? Claro que las hay. Pero por mucho que se distancien los recintos, su gente permite las uniones.

Son sus profesoras y profesores, esos que se gestan a tu alero, quienes marcan una diferencia sustancial en el aprendizaje y en la adquisición de habilidades. Porque, si bien es cierto que las Universidades entregan gran parte de las herramientas necesarias, está en sus mujeres y sus hombres la construcción de ese Chile donde las brechas se acortan y los abrazos se difunden. Porque está en sus talentos y su vocación el lazo que, independiente de si hay lluvia o calor, genera grandes logros. Da lo mismo si hay que ir a buscar el Data, el alargador y los parlantes, o ya se tienen predispuestos: Son sus maestras y maestros quienes hacen de ese ambiente un pequeño espacio para ser mejores.

Son esos líderes quienes se convierten, en el caso de la Historia, en alienígenas del pasado que vienen por noventa minutos a contar cómo es el mundo en que el cuerpo era la perfección, o en que Dios se fue de vacaciones para dejar a sus sacerdotes hablar por Él. O, quizás, a seguir un desembarco decisivo o a mostrar una Revolución de alcances en los más lejanos rincones de la tierra. Puede ser que toque mostrar a ese país del grito de “Junta queremos”, o ese en que crecimos, entre la venta sistemática del país y aquel programa de televisión donde el duende cambiaba de carril apretando un botón en el teléfono fijo.

Somos importantes, seremos importantes. Quizás no ahora ni mañana, sí en el porvenir, en tu regazo. Porque mucho podrán haber memorizado aquellos que estudiaron ocho semestres alguna carrera que te toca tangencialmente, Pedagogía, pero jamás podrán igualar nuestras aptitudes. Porque debemos ser celosos en la defensa presente y futura de los terrenos que en justa lid nos ganamos, porque sabemos realmente cómo se progresa en el aprendizaje y, en la práctica, cómo se soluciona un conflicto dentro de la sala de clases y cómo se transforma una escuela en una comunidad de aprendizaje. Queda mucho por aprender, largo es el camino.

Porque sea en la investigación, sea conquistando espacios de poder, sea de directivo o en la enseñanza, aquí se forja la semilla del Chile que está por venir. En nosotras y nosotros, en los que no importa si el viento se entromete en el invierno o si habita fuera de los ladrillos, porque lo que queda al final del día es cómo una montaña con poca agua puede convertirse en el más fecundo torrente de ideas.


Al final del día, eres como esos cariños ingratos, Pedagogía, porque puedes encolerizar de rabia o llenar el alma de manera infinita.

03 octubre, 2013

Tren de vuelta (Segunda parte, de Lautaro a Victoria).

¿Cuántos sentimientos caben en una cucharita de té? ¿Cuánto de un día se puede ver en los ojos de una
Ñaña que lleva las bolsas de la ferretería de vuelta a casa? ¿Cuántos retoños que descansan en la paz del Señor quedan colgados en las puntas de los árboles que nos guían el camino al norte? ¿Cuántas preguntas caben en un segundo, en el trayecto a la siguiente estación?

No tengo idea, ya no sé en qué minuto se secaron los árboles que nacían desde el verde brote de algún perdido fotograma. 

Es como si el tren no sólo fuera capaz de cortar un cuerpo en dos, sino que ataja, firme, los pensamientos antes de que se vayan a volar. Aquello me lleva a pensar que los rieles no son los suficientemente fuertes como para soportar un maremoto, y que los durmientes no tienen la suficiente paciencia para despertar los dormidos relatos de amor. 
Esto es como ir flotando sobre la nada, pero a exceso de velocidad. Es extraña la sensación de ir acariciando las suaves colinas, al norte de Lautaro; es frenético el corazón cuando se aprecia la humilde inmensidad del alma encerrada en un cultivo. Aburre trabajar a veces. Lo sabes cuando cargas la leña y el montón está a punto de caer porque no sabes cómo se te fue a ir ordenarla bien; lo sabes cuando yerras en el escoger algún objeto que no era y tienes miedo de decir que te equivocaste; lo sabes cuando escapas veinte segundos a comprar una galleta, porque tienes hambre y no das más en medio del entuerto por bajar una fila. 

¿Ya te conté que acaba de sonar un ave gritando para que vuele, tranquila, en el horizonte? ¿Ya te conté que las ventanas del tren son lo suficientemente amplias como para observar cómo se te oxigenan los sueños? Discúlpame la lata, pero es que tenía demasiados cuentos atragantados. Creo que se nota bastante. 

El tren bajó la velocidad y llegamos a un pueblo nuevo. 

Del Quillém que alguna vez pudo haber sido, ya no queda mucho. Los andenes ya no se distinguen en medio de la colonización forzada que realiza el musgo y la humedad. Tanto, que Büchi se promociona en medio de las vigas del bosquejo de bodegas de estación que tiene. Ni los perros nos salen a recibir; sólo la brisa oculta que se estremece por las puertas abiertas del tren, un mate inconcluso en alguna casa añeja, el sol abrasador que nos alumbra, los sueños que aún están por cumplirse. Es extraño, porque si fuera por el paradero, hace rato que Frei habría sido Presidente.

Es como la tercera vez que pasan cobrando los boletos, a algún pasajero del cual se olvidaron. A ratos, pareciera que el tren se inclina en medio de las colinas sinuosas que ocultan ríos subterráneos. Acabamos de pasar un puente añejo que conserva las tuercas que lo sostienen desde quizás que tiempo civilizador. Una solitaria ave se distingue en medio del cielo azulado, parecido al que canta el Himno Nacional. Ese que no tiene mapuche, sino que araucanos, ese que tiene cordilleras interminables y no aislamiento, ese que ni siquiera tiene un jardín propio, sino la copia prestada del Edén que sale en la Biblia. 

Todos duermen alrededor de este prospecto de escritor en retirada. La tarde, al parecer, no está como para pasear, está como para quedarse dormido con lo suave que llega a mecer el tren. 

Es raro, pero es como si se encerrara el pequeño país que conforma el Wallmapu, dentro del coche. Los adultos mayores, son mayoría. Las pieles jubilosas por los años de guerra en, dentro y contra la vida, sus omisiones e indulgencias, se duermen como en medio de una canción de cuna. Resaltan los sombreros que venden en alguna tienda que fue, en otro tiempo, de novedades, y las chaquetas que usan las abuelas cuando van a hacer alguna diligencia. Y es extraño, porque si bien existen sueños colegiales a bordo, somos bastantes universitarios con cara de ser primera generación que conoce el mundo superior. Y la mayoría tenemos cara de haber nacido en la gloriosa década de los '90, antes de la neoliberalización absoluta del mundo, cuando eramos medio ingenuos y nuestras madres, para hacer el aseo tranquilas, nos ponían frente a la tele para dejarnos tranquilos.

Perquenco nos recibe, y al pasajero de adelante se le acaban de ocurrir como "veinte ideas sobre electricidad y magnetismo". Poco se detiene el coche en la estación, cuando el sol baja un poquito. El paradero es amplio, pero el pueblo parece opaco, seco, como dormido en algún punto del progreso. Como la mayoría de los pueblos de la Frontera, parece que las calles de tierra y las pavimentadas convivieran como en una fusión extraña. Como los del valle central de más al norte, son pueblos de bicicletas. No entiendo cómo las administraciones regionales no se han aplicado ahí. Quizás pensaron lo mismo que los que concesionaron estos caminos que deberían ser nacionales. Nada personal, pero independiente de lo que ocurra políticamente dentro de este cerebro, siento un dejo de nostalgia y desazón. 

Otra vez vuelven a cobrar el pasaje. Cansan los dedos con tanto escribir, aunque estas máquinas de escribir modernas son lo mejor. 

Avísame si te estoy aburriendo demasiado, quizás quieres dormir. O a lo mejor quieres que te deje de conversar tanto sobre lo que veo a ratos, que se trasluce entre medio de la ventana del tren. ¿Se arrancan los suspiros a veces, no? En particular cuando no se debe realizar. Parece cuento largo de viajero ocasional de ferrocarril, a diferencia de antaño, cuando era lo que movía a la nación entera. 

¿Cuánto es que era hasta Santiago? Ya ni me acuerdo del dato, pero tiene que haber sido otra cosa. En bus, ni siquiera sabes si el chofer tiene sueño o los cinco sentidos alerta, a veces no te convidan ni un vaso pequeño de café y tienes la sensación de que el tacómetro no sirve, como su criterio. El apuro, el puto apuro por la neoliberalización de los sentimientos nos ha llevado a límites insospechados. Particularmente, cuando el caballero de sombrero del costado derecho toma bebida como si fuera trago, pues la esconde dentro de la bolsa. Todos lo hemos hecho alguna vez, a estas alturas no es pecado.

¿Has tomado alguna vez el Tren de la Araucanía? Se conversa en el asiento delantero. Y vale caro, porque son como seis lucas el pasaje. En el fondo pagas por la sensación real de estar en el pasado, aunque es un gastadero innecesario cuando tienes imaginación. Tan sólo necesitas el bamboleo del tren, tiempo en el día y un par de chauchas si eres medio cabro. La sensación es más exquisita cuando quieres huir del mundo, aún cuando no deberías. Es como aquella primera vez que se realiza algo oculto, prohibido, o cuando se recorre, lentamente, el secreto de alguna otra corporalidad envuelta en ansias. Volver, en el sueño medio inconciente, a saborear cada boca envuelta en chocolate es siempre una nueva sensación personal e indescriptible. 

Vamos llegando a otro nuevo pueblo de la Frontera. Vamos llegando a Púa.

Los rieles se amontonan a la orilla del camino y duermen, plácidos, la muerte. Aún queda en pie la vieja estación de fachada clara y marcos de ventana azules. Como en otros pueblos, hay raíles compañeros que esperan que pase el tren de carga, bebiéndose amargamente el óxido café de los años. Las casas que se vislumbran son bajas, con pinturas corroídas por el sol y la lluvia intensa, las piedras alojan, expectantes, como si algo fuera a pasar. El alma jamás se vacía cuando se trata de describir lo que amas, en particular cuando amas la tierra en que naciste. Seca, opaca, gris y todo lo que se quiera y no se quiera decir, pero es el amor que se tiene y eso se respeta hasta la médula de los huesos. 

Un solitario anciano mira la partida del tren, como quieriendo y no queriendo que el tiempo pase. Este pueblo tiene ese sabor de los segundos lentos, de las miradas pacientes, del vino bigoteado, de la conversación eterna, de la radio que toca las rancheras en el AM. Tiene el sabor del pan amasado mirando cómo el sol se esconde en el volcán de allá a lo lejos, el mate tiene el gusto a los años pasajeros. No sé cómo lo beberán aquí. Quizás con miel, prometiendo matrimonio, o con una torrajita de limón o laurel para acompañar. Tanto, como la nueva pintura que aplicaron al puente que acabamos de pasar. Ríos no quedan en esta historia, sólo esperanzas de trabajadores que agotaron sus sueños en la orilla de la línea, sabiendo que en la noche dormirían, que en medio comerían y que de repente una cañita beberían. Nada más.

¿Te fijaste que el ruido del tren al pasar es diferente en un puente? ¿Y que los árboles tienen los dorados cabellos del crepúsculo? ¿O que las poesías tienen el sabor dormido del metal cuando pitea el tren? ¿Viste los cerros amarillos, dulces porque se estrecharon la mano con el amplio cielo? ¿Viste cómo las colinas están con tamaño dispar y a ratos no nos dejan ver la tierra plana que le juraron a Colón para no endeudarse?

Se me había olvidado que tenía piernas, porque las acabo de mover y se demoraron un tiempo en responder. Esto de la literatura hace que ni siquiera tengas la sensación de tener dedos, de respirar, de apasionarte por algo más que no sea lo que tienes frente a tus ojos. Las ideas se te escapan con la vida, cada segundo tiene preso el pensamiento que quieres sacar a la luz, cada estrella que no ves es un juramento a la pasión, cada olvido que se te viene a la mente lo pierdes en medio del rugir de un tren que no calla y avanza cada vez más rápido. Cada vez más se te agita el corazón y debes sacar la idea. La gente desaparece alrededor tuyo. Sólo quedan las palabras. Vuelves de a poco en tu persona, te acuerdas que respiras, que tienes hambre, que corre sangre por tus venas, que tienes horarios y responsabilidades. Te acuerdas que tienes nombre, que eres persona, y una extraña masa de luz vuelve al centro de tu pecho. 

Acabas de escribir una palabra.

El silencio que envuelve a una solitaria casa es roto por el paso del ferrocarril. La vía gira hacia la derecha y unos silos gigantes nos reciben, a semejanza de un molino. El sol clarea más. La temperatura baja respecto de Temuco. El tren grita una última vez y comienza a detenerse. Hemos llegado a Victoria. 

Victoria es pueblo de quesos, de cabrería y de sol bonito cuando quiere. Tiene de esos puestos de comida para viajeros, pero baratos en relación a la capital. El tren se escucha, a lo lejos, en la plaza, verde y cemento que te invita a descansar. Existen segundos en la ciudad que te permiten repensar lo que vas a escribir, como añorando la última vez que bebiste Coca-Cola acompañado. El tren partió hace un ratito ya y el tiempo parece no avanzar. Son los mismos segundos que en las ciudades grandes, es verdad, pero parece que aquí se alcanzara a hacer todo. El paso es un poco más rápido que en los poblados de la orilla de la línea pero, como estación terminal, Victoria conserva algo de esos tiempos de esplendor. 

Enfrente del parque, recuerdas, existe uno de esos puestos donde puedes tomar el té, a kilómetros de distancia de la realidad pero lo suficientemente cerca como para acercarte al mundo de los sueños. Ya ni recuerdo lo que conversábamos, deben haber sido copuchas varias con tintes de política y un poco, bastante, de sentimentalismo. Ya no sé qué pasiones mueven a los seres humanos a realizar ciertas acciones. Sin embargo, también es impresionante la capacidad que tienen, como raza, de volver a levantarse. A la larga, es rico soñar, oxigenarte y oxigenar las ideas. 

Sí, es rico volver a soñar.

Asimismo, es extraño haber tomado el tren para partir hacia el ninguna parte, escapando del jamás y del bullicio, particularmente llegando a la hora de las teleseries extranjeras. Particularmente, también sin pensar que habrían tantos niños con sus rostros de fascinación al ver que pueden meter la mano dentro de un cono de helado o mirando cómo se mueven sin moverse, encerrados dentro de una cosa extraña. Yo no sé en qué minuto se nos olvidó la candidez de comer un dulce, o la eternidad que podía durar una tarde de juegos. Mirándolo desde ese punto de vista, quizás se encienden mayores pasiones de las que podemos sentir de grandes; pero, mirándolo desde la lejanía relativa, debe ser un sueño delicioso donde nada importa, salvo ser feliz.

Quizás ahí reside el secreto de la felicidad más profunda. 

Es extraño ver mi reflejo en el refrigerador del local. Las ojeras son evidentes y las articulaciones de los dedos empiezan a resentir. Parece el epílogo de un algo. La piel tostada se confunde con el reflejo del atardecer. 

Es hora de terminarse la bebida y tomar el tren de vuelta a casa. 

24 septiembre, 2013

"Tren de vuelta". (Primera parte, de Pillanlelbún a Lautaro)

¿Te acuerdas de aquel pueblo donde estaba la leña estacionada, a la orilla del ramal? Pillanlelbún tiene esa cosa extraña de los pueblos de la Frontera, en el interior más profundo del Wallmapu, que atrapa a los viajeros como en el tiempo detenido y estancado. El día está lindo, lejos de aquel invierno mortífero que era capaz de congelar hasta al alma más valiente.

El tren corre lento, como vuelo de ave que quiere cazar a su presa lentamente. Los cerros, a lo lejos, describen profundo cómo es que la tierra está cada vez más seca por el ejército de pinos de la Tercera Ocupación. La gente aquí no habla: Mira extrañada cómo es que el pasajero que va en el asiento 12 (que encima se equivocó de puesto, porque era a la venta que da a la nada), sacó una máquina de escribir moderna. 

Los rieles son infinitos, no terminan jamás de hacer ese ruido característico del viaje en este caballo de hierro. Hay gente que duerme, claro está, en el minuto en que te preguntas en qué estará pensando su inconsciente. ¿En qué trabajará? ¿Con quién habrá discutido ayer? ¿Qué extraños cuentos estará pensando mientras que el pasajero que le da exactamente en diagonal se bebe sus silencios como vino añejo, esperando delatar una corriente de conciencia en medio de este tren de vuelta?

No tengo idea a lo que voy y de lo que huyo, sólo sé que quería huir de la ciudad un rato. El bullicio ahoga a las mentes y las vuelve agua; agua turbia como la que dejan lo leños al ser humedecidos por mangueras a la orilla de la vía férrea. Es que hace un calor a ratos insoportable, tanto como las antenas que se encumbran, imponentes, sobre los cerros que cada vez se ven más cercanos. 

El cordón Ñielol es una marisma impresionante de letras sin conocer, ahogado por los llantos secos del verde gendarme. 

¿En qué habrán creído, qué esperanzas habrán traído aquellos carrilanos que nos hicieron las vías por las que transitamos ahora? ¿Cuánto trago y cuántas putas habrán sido las depositarias de aquellas chauchas con las que antiguamente pagaban?

No tengo idea. Lo cierto es que llevo rato huyendo de nuestra central estación de Temuco, esa que vino Lagos a inaugurar con bombos y platillos, esa que se diluyó en la bruma de la promesa del tren al sur, ese que aún estoy esperando, ese que algún día sé, se volverá a levantar como los añejos espíritus que nos construyeron aquí la tierra.

Vamos más lento que los autos, es cierto, pero sabemos que vamos a llegar, todas y todos, a destino. 

El río se nos acerca amenazante, como queriendo susurrar el canto de los antiguos peñi que bajaban a trabajar al valle. Ya no son esos cerros que vieron las primeras pica pica, que vinieron junto con los colonos. Son lejanos testigos de un tren que trae gente común y corriente que transita quizás a qué parte. 

Llama la atención la cantidad de áridos que se están extrayendo últimamente. ¿Tendrá alguna consecuencia el el futuro? Quién sabe, quizás ya ni estemos vivos para cuando eso suceda. El tren acaba de dar un nuevo pitazo, al parecer estamos cerca de algún cruce. El bamboleo es creciente, las risas se escuchan a lo lejos, mis dedos parecen perderse en medio de estas máquinas de escribir modernas que pueden llevarse, livianas, como el sueño que concilia bonito cuando no comes antes de dormir.

"Ingeniería civil mecánica", resuena fuerte de una conversación, justo cuando llegamos a otro de nuestros pueblos de la Frontera. ¿Quién tuvo la bruta idea de llamarle Araucanía a esta tierra indómita, si jamás tuvo araucanos? ¿Quién tuvo la puta idea de bautizar como "región" a este orden que se asemeja a un batallón?
"Próxima detención: Estación Lautaro Centro", dicen los alto parlantes.

Nos recibe, como se recibía antaño, una verde escuela frente de una iglesia Pentecostal. Las calles son interceptadas por una vía férrea que detiene, lento, al caballo de hierro que nos lleva al final de nuestra ruta. La gente ya no se detiene a observar la llegada del tren: No es novedad en medio de tanto automóvil. Quien duerme, sigue durmiendo. Quien conversa, ha dejado de hablar. El ferrocarril se detiene algunos momentos más, con el silencio necesario para dejar flotar un estornudo producto de algún cambio de temperatura. Vuelven a cerrarse las puertas.

El respirar agitado de alguien que ha llegado justo a tiempo para beberse un nuevo viaje, resopla y se confunde en medio del sonido de las campanas que indican que viene tren. El camión de bomberos no ha podido pasar, le cuesta, y las construcciones de vieja madera, forradas con latón, resisten una nueva tarde. Lautaro tiene ese aire extraño de pueblo cálido y plaza que te invita a conversar. Aún resuenan los viejos trazos literarios de Teillier, recordados en cada calle, en cada plaza, al punto de ser casi una obsesión. Bueno está, de todos modos, pues nuestra chilena memoria es porfiada en recordar a quién lo merece.

Justo a tiempo para que nos reciba la "Cafetería Estación Lautaro", auspiciada por Cachantún, con el tarifario arriba. Pocas almas nos reciben, cargadas de bolsas de plástico y carteras de la tienda china. 

¿Nos volveremos a ver, cariño? Le pregunto al letrero blanco que corroe, día, con día, el oxido. ¡Cuántas casas se siguen levantando, contrastando los molinos que se comen al sol de la tarde!

23 agosto, 2013

El día que la INICIA nos rajó.

“Prueba inicia rajó a un montón de profesores recién egresados”. Así de claro parece dejarlo Las Últimas Noticias en un fragmento de su portada del viernes 23 de agosto de 2013, al referirse a esta controvertida evaluación de profesores recién egresados que busca “identificar los conocimientos pedagógicos y disciplinarios alcanzados por los egresados de las carreras de pedagogía, con el propósito de entregar información sobre la calidad de la formación inicial recibida” (evaluacioninicia.cl). El objetivo final es evidenciar todo lo que se debe saber, lo que se debe hacer en la sala de clases, y las actitudes profesionales a desarrollar.

Fueron 1.443 hombres y mujeres que se sometieron voluntariamente a esta evaluación diagnóstica, de un universo total de 10.351. Aplicada los días 26 y 27 de abril de 2013, consiste en una batería de tres pruebas: Conocimientos Disciplinarios, Conocimientos Pedagógicos y Habilidades de Comunicación Escrita. Las dos primeras no tienen antecedentes previos y no son comparables, caso inverso el que ocurre con la última. En el caso del área de Historia y Ciencias Sociales los resultados son demoledores: 4 de cada 10 no sabe lo que enseña, 3 de cada 10 no tiene los conocimientos mínimos del quehacer pedagógico, 4 de cada 10 no maneja los niveles mínimos de habilidades de comunicación escrita.

Las reacciones no se hicieron esperar. La Ministra de Educación, Carolina Schmidt, declaró que “gran parte de los profesores recién egresados no sabe lo que debe enseñar (su disciplina respectiva) ni tampoco de qué manera enseñarla” (lanacion.cl); agregando según consigna Las Últimas Noticias, “no es una prueba muestral, no refleja la realidad de cada institución, pero sí refleja una realidad del país”. Por su parte, “Educación 2020” enfatiza en las posibles consecuencias de esta medición que, a primeras luces, reflejaría que “la mala calidad de la atención, puede generar efectos nocivos, tales como un apego inseguro, problemas socio emocionales y una disminución en el coeficiente promedio de desarrollo” (publimetro.cl). Críticas a las que se sumó el ex Ministro de Educación José Joaquín Brunner, quien menciona el rol de las Universidades aludiendo en una entrevista a CNN Chile del 22 de agosto, que sería un error que las Universidades empezaran a defenderse y dijeran (…) los estándares no están bien preparados”.

No se perdió oportunidad de presionar al Congreso Nacional para que se apruebe la Ley de Carrera Docente, donde se proponen cinco metas: Aumentar las horas de planificación en una proporción de 70/30, elevar el sueldo de los profesores en los sistemas municipal y subvencionado, elevar las remuneraciones de entrada para los recién egresados (considerando PSU y rendimiento en la prueba INICIA), elevar las exigencias mínimas para estudiar pedagogía para trabajar en el sector subvencionado, y hacer la INICIA obligatoria para los egresados.

Ya mencionados estos antecedentes, es preciso señalar algunos cuestionamientos propios a esta evaluación diagnóstica y elaborar un análisis genérico del actual panorama. Me referiré específicamente en algunos elementos al caso de Historia y Ciencias Sociales.

LUN tiene razón: Sin un análisis de su trasfondo y repercusiones, efectivamente nos rajaron. Si bien esta prueba tiene un objetivo claro, posee una comisión de teóricos del más alto nivel que ha ejecutado un proceso de testeo permanente de sus preguntas, elaborando parámetros que responden a la proyección del pensamiento político portaliano sobre la pedagogía. Consolidan elementos generales, nacionales y centralistas en los estándares que se evalúan, bajo el liderazgo del CPEIP, la Pontificia Universidad Católica y la Universidad de Chile. Es menester cuestionarse: ¿Es casualidad que los mejores resultados los obtenga esta casa de estudios? ¿Es casualidad la correlación entre el puntaje de la PSU y la evaluación Inicia?

Metodológicamente, dos de tres evaluaciones no son comparables, elemento que es reconocido por la propia Ministra de Educación. Por cierto, este elemento es poco enfatizado por los medios de comunicación masiva que, en el afán por competir por la noticia, omiten en muchos casos a las universidades que les fue mejor o los detalles que pueden marcar la diferencia en el minuto del análisis. Finalmente, mediáticamente quedamos como malos profesores que no saben lo que enseñan, no saben qué hacer en la sala de clases y no saben escribir bien o redactar aceptablemente. “La educación está mala”, es el fúnebre corolario. Ni hablar del diagnóstico que realizan Educación 2020 y José Joaquín Brunner: Las Universidades no pueden apelar y la prueba debe definir todo nuestro futuro.

La hipótesis parece ser que todo está bien en el instrumento de evaluación, los centros de estudio fueron avisados con antelación y debieron prepararse sin reparar en las particularidades, siendo los evaluados quienes tienen toda la culpa. Y como es característico de la dictadura virtual de Sebastián Piñera, la idea es presionar al Parlamento sin analizar el articulado de una Ley que no cuenta con el consenso de todos los actores involucrados en educación y que a la hora de los pagos demora ilimitadamente. El objetivo es claro: Preparar a las y los “mejores” (entendidos como los que cumplen con un perfil profesional estándar sin enfatizar la diversidad de caracteres en muchos casos) para trabajar en colegios subvencionados por sobre los municipales y así consolidar la privatización de este derecho social básico.

Un número no puede determinar totalmente el futuro de una profesión delicadísima en la formación de una persona ni servir de instrumento mediático para dejar a un Ministerio como el héroe que, sólo con el beneplácito de los más cercanos y leales, pretende tener “la panacea”. No se trata de una oposición acérrima sin fundamento a una evaluación que es necesaria (es más, quisiera consignar que me someteré a futuro de manera voluntaria), la crítica pasa por generar instrumentos diagnósticos congruentes con la diversidad de contextos y realidades locales y asegurar una preparación adecuada como profesionales.


Los desafíos son grandes, el tiempo es escaso. Ya es hora de romper una proyección más del centralismo portaliano y elaborar políticas públicas auténticamente democráticas, participativas y congruentes con las realidades regionales. Es una manera efectiva de romper ese mito del país perfecto en un Chile “desarrollado”. 

10 agosto, 2013

11 de septiembre (Primera parte).

Ya han pasado casi cuatro décadas desde aquella fecha, cargada por algunos eventos que han marcado un quiebre en nuestro pasado nacional. El 11 de septiembre de 1541, el Ñidol Longko Michimalonko quemó la recién fundada ciudad de Santiago, fecha en la que en 1924 también se produjo un golpe militar que puso fin a la Constitución de 1833.

Sin embargo, es el inicio de una larga noche que se llevó a miles de cuerpos por un sendero de dolor y muerte.

Por ello, y como un pequeño aporte al gran debate nacional sobre el golpe militar que hace cuatro décadas cambió Chile para siempre, quisiera entregar algunos elementos para el análisis.

Aquel 11 de septiembre se inicia en Chile un proyecto que aún nos tiene amarrado al siglo XX, y que podemos denominar “Neoliberal”. Posee tres características básicas: Implantación del neoliberalismo, de la mano de un alto costo social, democracia "tutelada", o limitaciones al avance en derechos sociales, políticos, económicos y culturales, y la reducción del papel del Estado hasta lo más mínimo.

Sin embargo, ello tiene algunas causas estructurales. Desde este punto de vista, aquel martes 11 de septiembre es la cristalización de una crisis económica que tiene tres bases. Profundicemos un poco más en este punto.

En primer lugar, el colapso del modelo de Industralización por Sustitución de Importaciones (ISI), pues el comercio internacional se reactiva luego de la Segunda Guerra Mundial. Por ende, desde la óptica de la empresa privada, el Estado no tenía la necesidad de seguir supliendo su rol.

En segundo término, hubo problemas de gestión en los sectores nacionalizados y reformados por el Gobierno de Salvador Allende, dado que tras este proceso hubo una fuga de expertos y técnicos del país, falta de repuestos y presiones sobre la fuerza laboral. Si sumamos lo anterior a las huelgas a partir de 1972, esto se refleja en que el Estado no recibió las cantidades suficientes de dinero que esperaba respecto de las ganancias del cobre.

Finalmente, encontramos dificultades en la agricultura, puesto que no se repartieron las cantidades esperadas de tierra a los campesinos, en el marco del proceso de Reforma Agraria. A pesar de los esfuerzos de la CORA, muchos no se adaptaron al nuevo régimen de trabajo en cooperativas y continuaron laborando por un salario.

Es así como, en parte, podemos explicar la crisis de 1973 desde lo estructural. Muchas y muchos repararán en los hechos del mes que corre entre agosto y septiembre de aquel año; nunca está de más elevar la mirada hacia los procesos que nos llevaron hacia aquella situación de quiebre profundo.


Aquel “nunca más” prometido hace años debe ser real. Y uno de los pasos para su consecución es la intrincada y a veces oscura labor de analizar los procesos que nos llevan a las crisis. Porque la causa de nuestros problemas como sociedad es, en gran parte, una cuestión de memorias y olvidos. 

28 julio, 2013

El amor sí es una cuestión de capital.

Desde un punto de vista técnico, no tengo idea qué es el amor. No sé qué es exactamente y no podría definirlo porque depende de la experiencia de cada persona. No sé cuánto tiempo se queda en nuestros corazones, mentes y cuerpos. Sólo puedo señalar al respecto que es una sensación revolucionaria, puesto que transforma nuestras estructuras de manera extraña, loca y particular, motivando a que cada sujeto emprenda acciones para sentir que posee aquella palabra.  

Quisiera centrarme, en esta ocasión, en aquel tipo de amor que llega como un torbellino a sacudir nuestras estructuras y a inmiscuirse en nuestras conciencias y sueños; a remover cada centímetro de absoluta soledad y a entremezclar la realidad más perecedera con los sueños más estratosféricos. Ese tipo de amor que, como señalé previamente, nos lleva a cometer acciones que jamás hubiésemos pensado que cometeríamos tiempo atrás.

Sin embargo, estas acciones (cualquiera que se haya venido a la mente mientras cada letra de esta columna entra por sus ojos) son mediadas por la despiadada acción del capital. En nuestro Chile, país neoliberalista en constante reinvención, no acostumbramos a juntarnos si no es para salir a beber trago o para comer algo; peor es si es que invitamos a alguien a conversar: Debemos pagar, como “nos enseñaron nuestras madres” lo nuestro y lo de la otra persona” o, en su defecto, “no llegar con las manos vacías” –por cierto, a no ser que quien nos acompaña manifieste lo contrario-.

Todas y todos sabemos que más de algún gasto hemos tenido que hacer. Muchas veces no molesta y hasta nos gusta; sin embargo, cuando los recursos escasean los sentimientos se ponen a prueba.

Aunque se niegue, aunque se procure hacer de cuenta que no importa, aunque se diga que no, las diferencias sí molestan a la larga. Es cierto, generalizar es siempre equivocarse, pero en algún punto aquellas diferencias chocan. Cuando existe un desequilibrio en los flujos de acumulación de recursos entre quienes componen la pareja, más aún si es en el marco del coqueteo, esto puede derivar en que los sentimientos se supediten al capital. Y peor aún: Que ello se haga notar haciendo que quien se ve más desfavorecido quede como “culpable” de una situación de la que no tiene responsabilidad alguna.

Si, el amor sí es una cuestión de capital. Suena tajante, pero a la larga es cierto. Sin embargo, no puedo ser tan drástico.

A ratos siento que dos de las peores cosas que  nos pudieron haber pasado como país fueron la democratización del crédito y el aumento en los ingresos. Si bien nos pavimenta el camino al “desarrollo” (meta que alcanzamos recientemente con un Ingreso Per Cápita de US$21.580), también nos pone una fijación obsesa por tener cada vez más objetos que no nos sirven para nada más que marcar distancia con quien menos posee, creyendo que somos “felices”.

Lo anterior tiene bastante que ver con el tema central pues, desde un punto de vista muy personal, comparto aquello de que no existe acto más revolucionario que salir a comer sopaipillas de carrito, con muchas anécdotas y poco presupuesto; comulgo con invitar a caminar por el centro de la ciudad simplemente observando el paisaje o capturando algunos fotogramas de la existencia; celebro eso de juntarnos en la casa de la otra persona cuando se pueda; abrigo lo relacionado con una salida sin rumbo llevando un par de panes con mortadela y un jugo en polvo preparado en alguna botella retornable. Para algunas personas es algo exagerado, pero a pesar de la poca producción es, a la larga, lo más recordado.

Si ese sentimiento al que llamamos amor es real, supeditará los orgullos y las diferencias de clase, las necesidades y temores, la falta de recursos y los complejos,  a la maravillosa experiencia del amar. Quien nos acompañe en el camino de la vida debe ser, a mi juicio, una persona que sea capaz de cumplir en parte con lo planteado previamente. Y, por cierto, disfrutar de la misma forma el mejor de los carretes, la más selecta de las comidas y compartir a medias una sopaipilla de carrito.


Al final del día, es un acto tan revolucionario como el amor mismo. 

Imagen: huescamedioambiental.blogspot.com