Chile
es un país que olvida rápido. Lo lamentable de esta situación es que el
consenso, en este sentido, es casi unánime. Después de una extensa y densa
historia llena de aciertos y errores de nuestras clases gobernantes y la
respuesta de sus ciudadanos, parece no ser suficiente para que distintos hechos
relevantes, más allá del relato de una historia nacional –y, a veces,
nacionalista- no repercutan en los habitantes de nuestro país.
¿Qué
hacer, entonces, frente a una población que parece no interesarse en el estudio
y análisis de los hechos pasados? ¿Cómo superponerse al relato tradicional
basado en fechas y datos que parecen no tener conexión entre sí? ¿De qué manera
se puede sobrepasar el mito de que aprender historia es “aburrido” y que “no
sirve para nada”?
Es
verdad: la profesora o profesor de historia debe entablar un relato cabal del
pasado que permita comprender de manera integral el momento presente. Se hace
difícil puesto que ni siquiera existen, en nuestros planes y programas,
unidades al principio de cada año lectivo que permitan un aprendizaje con
internalización sobre el tiempo y el espacio. Es más, ni siquiera reflexionamos
sobre la distinción temporal que hacían los griegos, sobre el cronos y el kairós: mientras que el primero es el tiempo que se “come a sí
mismo”, el segundo es el tiempo constructivo, del avance, del aprendizaje. Para
muestra, un botón: es cosa de reflexionar sobre el sentido de palabras como
cronómetro o cronología.
Más
allá de las aulas, pareciera ser que al ciudadano de a pie le fuera indiferente
esta materia. Y es paradójico siendo que la persona que cuenta un relato
histórico es escuchada con atención por quienes desconocen algunos hechos
pasados o no los manejan totalmente. En parte pasa porque, en una sociedad como
la nuestra donde anda mucha información dando vueltas y es más importante
hablar de las Argandoña –asumiendo que es “la realidad”- que de las
desigualdades de nuestro Chile, esto no interesa.
Pareciera
ser que hay que jugar a ser el mejor distractor entre tantos que andan rondando
en el diario vivir, que hay que competir contra el internet y la televisión,
que hay que “vender” mejor el producto para hacerlo atractivo e interesante.
¿No
será, quizás, que hay que aprovechar las reglas del juego que rigen
actualmente, en torno a la publicidad, y hacer atractiva a la reflexión crítica
para invitar a la gente a participar de ella? ¿Pasará la solución por llevar
las preguntas a la calle, a los ojos de los ciudadanos y en los sitios por los
que transita diariamente?
Pensar
una revolución en historia es uno de los pasos fundamentales para crear una
conciencia crítica del momento presente y de la posición de cada uno en la
sociedad actual, en relación con los hechos pasados. Y una de sus bases
estructurales debe ser la superación de los demás estímulos del medio jugando
con las reglas que nos rigen actualmente.
Pareciera
ser que una revolución en historia pasa por ser más inteligente que el sistema
imperante y usar sus reglas para quebrarlo. Y para eso no es necesaria una
transformación estructural: basta sólo una pregunta que lo cuestione.
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