Han pasado
cuatro años desde la fundación del Fuerte Temuco. Ya con características de caserío,
la población local vería llegar a los primeros colonos extranjeros. Más allá
del relato tradicional, que plantea un arribo heroico en filas interminables de
convoyes cargados de sueños, estos inmigrantes serán instalados en todos los
alrededores del naciente centro urbano.
Familias como los Tepper, Ziem,
Gottschalck, Burgemeister, Becker y otras
recibirían entre 20 y 140 hectáreas. La distribución de estas hijuelas no
solo terminará por desarticular las dinámicas existentes de manera previa al
proceso de expansión territorial del Estado de Chile, sino que también afianzará
esta ocupación por medio de familias que serán funcionales a la labor del
Estado. Aquí estará una de las bases de la desigualdad territorial temuquense,
pues mientras chilenos y franceses se instalaron en las manzanas aledañas al
Fuerte, los alemanes con mayor vocación rural accedieron a extensos terrenos
que posteriormente los convirtieron en prósperas quintas y parcelas. La mayoría
de estas familias se instaló en los campos de La Labranza, la Vega Larga,
Pueblo Nuevo y Tres Robles.
Demostración
de la defensa de la propiedad privada y de los nuevos ocupantes por parte de la
autoridad es reflejada en la prensa de la época. José Jesús Sepúlveda, en El Cautín del 28 de enero de 1888, es
claro en señalar que los colonos: “se
quieren dar el instinto de creerse señores feudales en los pedazos de terreno
(que poseen), por como tratan a los campesinos: ya amarrándoles un buey, ya
cerrándoles las sendas por dónde sacan carbón, madera y hasta por dónde sacan
las cosechas. Todo esto va en detrimento de los habitantes laboriosos que viven
bajo el imperio de la ley”. Incluso se les cobra peaje por sacar sus
productos y que sus reclamaciones no son escuchadas. Sepúlveda agrega a esto
que hay que hacer diversas reclamaciones a la autoridad “para evitar convertirse en encomenderos de estos señores”.
Este proceso no es exclusivo de
Temuco. El sociólogo Felipe Portales comentará que en vez de crear una frontera
de agricultores campesinos, a semejanza de Estados Unidos, las políticas se
orientaron a convertir a los nuevos territorios anexionados en dominios de la
hacienda, “sistema por excelencia de
explotación agrícola oligárquica”. La diferencia fundamental con el proceso
de ocupación territorial norteamericano fue que “el grueso de los latifundistas eran nuevos ricos provenientes de
actividades comerciales, mineras o bancarias, identificándose con los sectores
políticos más “progresistas” de la oligarquía: liberales y radicales. Ambas
facciones estuvieron, muchas veces, juntas en los remates de tierras”. A
esto, también habría que agregar que estas facciones no solo estuvieron juntas
en los remates de tierras, sino que también en los gobiernos municipales en el
Temuco fundacional, tal como se ha podido comentar en columnas anteriores.
No obstante todo lo anterior, a la
llegada de los colonos sólo 48 propietarios cumplían las condiciones fijadas
por las leyes para ocupar un sitio en la pequeña planta urbana; muy por el
contrario, la inmensa mayoría de los ocupantes sin títulos era gente pobre que
no tenía dinero para hacer el depósito de 20 pesos.
Encontraremos a aquellos colonos
forjadores que ocuparán cargos en el gobierno municipal, que serán los
verdaderos propietarios de la nueva localidad y concentrarán el poder político,
económico y simbólico; y también a aquellos que con esfuerzo labraron los
primeros surcos del progreso. Son los relojeros, los pequeños comerciantes, los
tinterillos, los que ocuparán aquellas profesiones básicas que darán impulso a
la ciudad. También, por cierto, contribuirán a la consecución del orden en este
mundo complejo y violento.
Es tiempo entonces de comentar el
tercer mito: El de los desheredados, el de aquellos que generalmente no tienen
cabida en los relatos clásicos de nuestro pasado local por no ser dinero,
prestigio social o algún negociado que diera como fruto un puesto político.
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