Estamos en
Temuco, en 1885. Es año de censo (de la época en que se podía confiar medianamente
en las cifras) y nuestra pequeña ciudad superaba las tres mil personas. Por su
posición estratégica para el control de la zona, el Presidente Balmaceda decidió
ubicar aquí los principales servicios públicos, creando para ello la Provincia
de Cautín.
Al año, un
Intendente ganaba $4000, destinándose $600 adicionales para el arriendo de una
casa y una oficina. Quien ocupó este cargo por primera vez fue Alejandro
Gorostiaga, que había tenido alguna participación en las campañas del norte y
había participado en la transición política (de lo militar a lo civil) en Angol
hacía un tiempo atrás. Para poner orden a esta tierra cargada a la violencia
creó la Policía Urbana, pues no existía el contingente necesario.
Este cuerpo
policial debía llevara a cabo algunas medidas como vigilar que la gente
amontonara la basura, que se pusiera la luz en edificios particulares a modo de
“alumbrado público” y prohibir a la gente que construyera en terrenos fiscales.
Estas medidas eran aplicadas por funcionarios que efectuaban procesamientos
judiciales sin fondos siquiera para la alimentación de los funcionarios ni del
alumbrado de los patios. Los sueldos de los funcionarios distaban bastante de
los de los demás: 18 pesos mensuales.
Los seis
hombres que conformaban el cuerpo de policía no sólo debían afrontar este tipo
de temas, sino que también al creciente bandidaje que llega como la
consecuencia directa que generan los nuevos centros de riqueza. Producto de la
falta de control y contingente de la nueva Policía y del Ejército, atacará por
igual a mapuche y chilenos bajo la más absoluta impunidad. Esta sensación de
inseguridad era producto de una realidad conflictiva, fruto de las diversas
desigualdades presentes en la zona. Temuco era un centro urbano pobre, con
caminos inseguros y, como dirá Óscar Arellano en 1931, de casas “bajas con relación al suelo, lijeras en sus
materiales y en su solidez, a tal punto que era una escepción (sic) hallar una cómoda e higiénica, de fea y
mala arquitectura y malsanas”. Sólo la instalación de los servicios
públicos y la posterior llegada del ferrocarril hacia el fin de siglo cambiarán
esta realidad hasta convertir a la ciudad en un floreciente centro comercial y
financiero.
La mano de
obra predominante en la zona es el de los peones o gañanes, que en palabras de
Jaime Valenzuela es el “excedente laboral
que no había podido integrarse al sistema económico imperante, puesto que el
tipo de producción predominante (...) había sido la ganadera, que requería poca
mano de obra permanente”. Es decir, son todos aquellos trabajadores que no
caben en el sistema económico, al no poseer una calificación mínima desde el
punto de vista de la división social del trabajo.
El origen de
los bandidos que asolan la ciudad tendrá ese doble origen. Los que: “en su confesión señalaban como oficio
carrilano o ser peón contratado en alguna obra pública privada o no agrícola
concentraban su actividad delictual en salteos a mano armada”, buscaban
fundamentalmente un salteo rápido que les proporcionara dinero fácil. Eran solteros
en su mayoría y, al no tener una familia “que alimentar”, no poseían la presión
de buscar trabajo. Existía desarraigo, inestabilidad y falta de perspectivas
económicas, lo que conducía hacia el vagabundaje.
Como se puede apreciar, existen
formas de sentir el territorio que distan notablemente, pues mientras la
policía pretende la consecución del orden, la figura del bandido representará
un quiebre en las reglas que se pretenden implantar en esta zona anexionada al
territorio chileno. El Intendente Gorostiaga será la respuesta del Estado a
esta ruptura en los códigos que se pretenden imponer, y el bandidaje
representará la dispersión, la falta de control, el vacío de autoridad.
Esto, por cierto, no sólo quedará
así y se cristalizará en la figura de otro referente de la imposición del
orden: Hernán Trizano. Pero eso es otra historia.
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