Un fin de
semana cualquiera, cuando el humo no era tanto en nuestra ciudad, la fotógrafa
recorría las calles para captar algún instante interesante del cotidiano pasar.
Llevaba entre sus pertenencias aquel lente casi místico que permitía transmitir
una visión particular de este presente algo conflictivo en el que nos
encontramos.
Sin embargo,
como si de un negro sueño se tratara, en menos de un suspiro dos delincuentes
la inmovilizaron y le sustrajeron lo que más valoraba: Aquel lente que
simbolizaba la captura de la realidad y la paz que sentía al fotografiar. Tras
haberse recuperado en parte de lo sucedido, no dudó en acudir a la policía para
estampar la denuncia. “No podemos hacer nada”, le dijeron tras recibir los
pocos antecedentes que tenía la denunciante.
Con el pasar
de los días, ella misma inició una investigación y llegó a dar incluso con el
nombre, la dirección y la ocupación de las personas que la habían asaltado. A
pesar de haber entregado estos antecedentes a la policía, la institución le
mencionó con desidia que tenía “que esperar que la justicia actuara”.
Lo anterior
no es únicamente un relato de ficción: Ocurrió en las inmediaciones de un
barrio de la capital de la Región de La Araucanía, en la que la delincuencia no
es un problema ajeno. En el caso que se acaba de describir, la policía se
convierte en un cómplice de la inoperancia del sistema judicial al no darle
mayor importancia a estos delitos, y da cuenta de la preferencia que tiene el Estado
de reprimir por la fuerza al movimiento social a través del desalojo de establecimientos
educacionales. Se prefiere controlar otro tipo de situaciones que se pueden
resolver con diálogo y voluntad en vez de atender a las demandas de las
ciudadanas y los ciudadanos que esperan dormir tranquilos confiando en que se
actuará en su favor.
La puerta
giratoria no se ha trabado en lo absoluto, pues los delincuentes salen
rápidamente de los centros de detención y no existen políticas efectivas en las
poblaciones para detener problemas graves como los asaltos y el microtráfico de
drogas. Existen ocasiones en que pareciera dejarse entrever que las policías
saben quiénes son los asaltantes y se coluden con ellos como en un pacto tácito
de silencio, como conspirando en contra de lo que debería ser un Estado eficiente
en contra de la delincuencia a nivel micro.
La delincuencia
y, en otros casos el microtráfico, responden al fracaso del Estado en nuestros
barrios pues se convierte en un ente incapaz de articular a la gente honesta y
trabajadora que quiere vivir en paz. A nivel personal, esto incide en la
inseguridad creciente de salir a la calle y disfrutar de un paseo cotidiano con
secuelas que no son fáciles de borrar; a nivel comunitario, lo anterior se
refleja en una desarticulación de la gente para controlar su territorio y poner
freno a estas bandas organizadas que controlan espacios que son de todas y
todos; a nivel país, lo relatado recientemente se cristaliza en el fracaso de
políticas públicas que se basan en la instalación de una barrera en las puertas
del barrio alto para que los delincuentes no pasen y se queden en sus lugares
de origen.
Es menester
de las dirigencias policiales y de la administración pública revisar sus
protocolos de acción y las políticas que siguen para el control de la
delincuencia, pues en muchos casos no se condicen con la realidad que vivimos
quienes residimos en alguno de los múltiples barrios de nuestro país. Por
cierto, el cuestionamiento sobre si la “puerta giratoria” de la delincuencia y
el microtráfico está trabada por sus policías queda sobre la mesa.
De esta
manera, el país honesto y trabajador podrá vivir en paz, las ciudadanas y los
ciudadanos tendrán un control real del espacio en el que viven y la fotógrafa
podrá recuperar la paz perdida y disfrutar de la vida en un estrecho abrazo con
el lente sustraído aquel fin de semana.
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