Al cumpleaños de Chile, donde repartimos la torta del Bicentenario, los 10 parientes más ricos (los blancos, rubios, de ojos azules que caminan como perrito chow chow como dijera un humorista) se llevaron la mitad de la torta; mientras que los 10 parientes más pobres se repartieron el marrasquino. Todos trabajaban en la misma empresa, el Estado, que es como la gran casa en la que, a la fuerza o no, todos conviven.
Es como una empresa con múltiples subdivisiones por área. Cada uno tiene el derecho y el deber de escoger al dueño cada cierto tiempo con el fin de que todos tengan acceso, en teoría, a ser elegidos. Como no todos tienen las mismas propuestas los que son afines se alían para ofrecer una propuesta para manejar la empresa por los próximos cuatro años.
Esta analogía puede servir de ejemplo para lo que quiero fundamentar en esta columna (que el chancho está “mal pelado”). Estamos en el marco de un sistema democrático posible tras muchas luchas que detrás esconden matanzas, gritos desesperados por cambiar la situación existente y discusiones acaloradas en las que incluso los miembros de una misma familia no podían verse las caras.
En apariencia, esta gran empresa está manejada por todos pues el gran jefe es elegido por la ley de la mitad más uno. Pero, ¿En realidad es así o será que finalmente las decisiones no las toman nuestros representantes sino que su red de contactos?
Aunque el espíritu de la ley dice que son nuestra voz allí representada la verdad es que en casi la totalidad de los casos cuando hay decisiones en las que se contrapesa la voz de las grandes empresas con la de los pequeños productores o de los ciudadanos de a pie con los grupos de poder siempre termina ganando el que más pesa; no en número, sino que en influencia.
Es decir, siempre gana el que tiene el poder del dinero o el que detenta la guía de la opinión pública. De un puñado de familias, que podría contar usted “con los dedos de unas pocas manos”, depende el futuro de nuestro país.
El problema es que la gente se aburrió y hoy está manifestándose contra eso. Porque lo que partió con el justo reclamo por HidroAysén hoy es la crítica a las bases de la institucionalidad. Hoy nos dimos cuenta que el país de hace 200 años y el de hace un siglo es el mismo que el de ahora.
Y no se trata de pedir que el mundo “gire para el otro lado” como dicen algunos. Se trata de que si vamos a jugar a que ellos son los empleadores y yo el empleado pido un buen ambiente de trabajo, las reglas del juego claras y que nos tratemos con respeto.
Sólo así podremos pensar en que dejemos de indignarnos. He ahí la culpa que tiene este modelo exclusivo de chile en tiempos de los indignados. Porque si no podemos llevarnos toda la torta por lo menos queremos que se reparta de igual manera, porque todos tenemos hambre.
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