“Maleta de Opiniones” se encuentra en un nuevo ciclo de columnas intentando encontrar las causas de la baja participación de los chilenos. Se ha abordado desde una perspectiva filosófica, revisando la culpa de los partidos políticos y de nosotros mismos en este lío, abordando también la breve descripción de un modelo dependiente de un puñado de familias que lo controlan todo.
Hoy es el turno de detenernos en esta nueva “crisis moral de la República” que desmotiva a muchos a involucrarse en asuntos que sólo “le competen” a la clase política.
Porque, como alguien decía hace un siglo, “me parece que no somos felices; se nota un malestar que no es de cierta clase de personas ni de ciertas regiones del país, sino de todo el país y de la generalidad de los que lo habitan”. Porque tenemos, por ejemplo, un tremendo gasto asegurado en defensa pero, “¿Tendremos también mayor seguridad; tranquilidad nacional, ideas más exactas y costumbres más regulares, ideales más perfectos y aspiraciones más nobles, mejores servicios, más población y más riqueza y mayor bienestar? En una palabra, ¿progresamos?” (1).
Al Chile de 1910, o mejor digamos, sus clases más altas, se les imagina como derrochadoras y ostentadoras de la fortuna que tenían, trayendo los últimos adelantos en moda e inventos al último rincón del mundo. Lo que mejor puede ilustrar esta situación es la forma en la que vivía Temuco en esa época: una ciudad que tenía mucha población rural con los mapuche como invitados a los festejos del Centenario y una clase rica que gustaba de ver las retretas del Regimiento. Era la ciudad seria, pujante y progresista que acomodaba a estos hombres de dinero.
Pero, tras cruzar el río, la “Villa Alegre” llena de cantinas y lupanares, en donde los curagüillas de siempre se batían a duelo con pistolas y cuchillos, donde esos mismos que tocaban en la banda en el día se emborrachaban en las noches. Y en los suburbios cercanos la pobreza, la marginalidad, los conventillos donde se lavaba la ropa y se bebía agua.; o quizás los mapuche que debían acudir a intérpretes porque a punta de vino se les robaba la tierra. Es decir, en Temuco que no se mostraba porque “era feo”.
Cien años después todavía estamos esperando ser felices (o por lo menos la alegría). Porque vivimos en esa misma dualidad en la que mientras unos ostentan los que tienen los otros tratan de igualarlo. Hoy los pobres no son esos que viven hacinados en conventillos sino los que, por la culpa de la tarjeta de crédito se llenaron de deudas y no saben cómo pagarlas. Porque mientras unos sí pueden pagar lo que tienen los otros que no se llenan de deudas para tener lo mismo.
Los magos de la Dictadura Militar nos enseñaron que existen chilenos de primera y de segunda, que había que desarmar al Estado, que había que reducir lo público al mínimo. Es verdad, hoy vivimos mejor que nuestros padres y nuestros abuelos, pero ¿A qué costo? ¿Queríamos realmente vivir así? ¿Alguien nos preguntó si queríamos este modelo de desarrollo?
Antes el exilio era arrojar al opositor al extranjero y marcarlo como un peligro para la sociedad a través de una letra en el pasaporte. Hoy es discriminarlo por lo que no tiene o marcarlo por cómo se ve y eso precisamente fuerza a adquirir ciertos bienes.
Porque hoy los que se indignan quedaron desheredados del sistema y compartiendo las migajas de lo que ganan las clases más altas. Y lo peor de todo es que creemos que eso es normal y que está bien.
Hoy la República del Bicentenario está sumergida en una profunda crisis moral y por eso sus hijos están cuestionándoselo todo. Eso lleva a muchos, también, a indignarse.
(1) Mac Iver, Enrique. (1900) Discurso sobre la crisis moral de la república. Imprenta moderna. Santiago, Chile.
No hay comentarios:
Publicar un comentario