El profesor Hashtington hace
clases en el colegio “Halcones de Chicureo”, que se ubica en medio de dos
cerros que no se asemejaban en nada a la capital del país, a pesar de estar a
media hora de camino. Sólo se puede llegar allá en auto particular o en taxi
concesionado con la misma empresa. En el establecimiento se impartían clases
para todos los gustos: yate, remo, golf, polo, go karting, pintura
renacentista, escultura griega, latín.
El profesor Hashtington era
profundamente católico conservador y numerario, creía que los pobres eran un
invento del socialismo y que se estaban armando contra la sociedad
cristianamente establecida. Pensaba firmemente que los campamentos eran un
invento de la Concertación y que los militares se habían pronunciado en aquel
glorioso septiembre para poner fin a una célula más del comunismo
internacional.
Su lugar de trabajo era un modelo
a seguir: las profesoras eran regias –algunas con implantes recién estrenados-,
excelencia académica, asistían hijos de gerentes, diplomáticos, empresarios y
ministros. El bullying no existía, según él, porque eso lo pusieron en el
debate los rotos que se quejaban de sus frustraciones con sus hijos. No costaba
hacer clases: había de todo. Incluso un encargado del Ministerio de Educación
trabajaba allí.
El profesor Hashtington trabajaba
en una escuela ideal, a la que muchos aspiran.
El profesor Pelelo, su primo, es
docente en la escuela Z-408, de la población “las gaviotas”. Está en medio de una
población y cerca de un basural donde abundan los ratones y escasean las áreas
verdes. Al colegio llega la mayoría de las micros que van para el centro, claro
que cuesta un mundo para cruzar porque entre abuelitas, motos, cabros chicos,
carritos maniseros y otros varios la gente se demoraba mucho.
El profesor Pelelo pensaba que
esos niños no cambiarían nunca, que eran desordenados porque sí, irrespetuosos,
insolentes. Eran contestadores, no hacían las actividades de la clase, no
traían las tareas de la casa. Como eran pobres –por culpa del canoso ese lleno
de tics que, cuando subió al gobierno, borró con todo lo que había dejado la Presidenta-,
no había mucho que hacer: estaban condenados a una vida de trabajo pesado. No
confiaba en que muchos salieran del barrio a trabajar en oficios mejores.
El colegio era hijo de la
Reforma: se había ganado buenos proyectos de mejoramiento y no tenía mal
puntaje en el Simce. Había electivos de: brigada medioambiental, educación
cívica, radio, literatura y pintura. A pesar de que era parte de la red
Enlaces, la mayoría de los computadores no funcionaba y entre tres tenían que
compartir uno. De las colegas es mejor ni hablar: la más longeva trabaja desde
los tiempos de los radicales.
El profesor Pelelo trabajaba en una
realidad común, de la que muchos quieren escapar.
Uno de los grandes errores de las
teorías pedagógicas y de los programas que forman profesores es que no tienen
una vinculación con la realidad y no toman en cuenta los contextos múltiples
que posee Chile. Muchos hacen pedagogía para las utopías, es decir, preparan
para contextos ideales, como el del profesor Hashtington.
No obstante, tampoco se trabaja
con la motivación y la transmisión de valores dentro de la sala de clases, y no
se cree que quienes están a cargo de un docente puedan salir del eterno círculo
de la pobreza. Es decir, se hace pedagogía para el sujeto funcional, es decir,
para una persona que debe internalizar las pautas mínimas del sistema conocidas
como contenido. Precisamente el refuerzo positivo no era el fuerte del profesor
Pelelo.
Es importante trabajar para todos
los contextos y no sólo para los que nos convienen, y no pensar sólo en transmitir contenidos sin
motivación. Fuera de correr el riesgo de tener entre 20 a 50 personas en
formación que corren el riesgo de desmotivarse y no aprender nada
significativo, peligra el docente como un profesor integral.
Al fin y al cabo, el profesor
Hashtington y el profesor Pelelo son dos modelos pedagógicos que pueden
encontrarse en algún punto, más allá de que sean parte de la gran familia
pedagógica.
A Jorge, Luis y Priscila; por no perder, a pesar de los años, la
capacidad de crear, jugar y soñar.
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