Ella decía que le faltaba
seguridad y motivación. No hablaba, pero con los ojos se denotaba que, por más
empeño que le pusiera a los estudios, no era capaz de sentirse confiada de todo
lo que repasaba para las pruebas. No bastaba con memorizar, con leer tres veces
lo que había comprendido antes, con conversar por las noches todo lo que
encontraba en los textos.
Pero nada. Llegaba a las pruebas,
las miraba, respiraba, trataba de acordarse de lo que había repasado y nada. No
le había quedado nada, según ella, de la noche anterior.
El problema no era sólo cuando le
pasaban las notas -porque con las respuestas que ponía sabía que le había ido
mal-, era cuando conversaba las respuestas que había colocado en la prueba y se
decía: “¡pero si yo le iba a poner eso,
pero como tan tonta de haberla cambiado!”
Estaba tan atareada con el tiempo
que no tenía por las mil cosas que le encargaban, que no tenía idea sobre lo
que debía hacer. Cuando se daba el espacio para pensar no podía creer lo
amarrada que estaba a los trabajos y las noches de sueño corto. Lo peor era que
no tenía escapatoria y en algún punto en la vida, no muy lejos de esa noche,
tendría que hacerlo todo.
A lo mejor las cosas se
explicaban por lo que le había pasado en la vida: nunca fue la mejor del curso
y nadie le decía que ella realmente podía. No era de muchos amigos tampoco y
jamás quiso brillar –algunas veces porque no podía, otras porque no quería-
frente al resto de sus compañeros.
Aunque, en el fondo, ella sabía
que podía. Pasó un día que iba caminando a la casa y había tanto humo que no se
veía nada a más de media cuadra.
Se detuvo dos segundos cuando en
una ventana de esas casas bonitas que había cerca de donde vivía vio una escena
que la conmovió: un auto enorme del cual se baja un hombre, entra a la casa y
la mujer y su hijo no le hablan. El, al segundo siguiente golpea la mesa y las dos personas corren al segundo piso.
Aterrada, siguió su camino.
En la casa de junto, otra escena
le llamó mucho la atención. Un abuelo con su nieto llorando a mares. Miraban
una y otra vez un papel y no paraban de llorar. La madre llamaba desesperada y,
cuando le contestaron, trataban de hablar. Ninguno se miraba. El papel parecía,
de lejos, entre aviso de embargo y cuenta del agua.
Cuando llegó a la casa, saludó a
su madre, a sus hermanas y a su gato. Comió medio emocionada y subió a su
pieza. Aunque tenía mil cosas que entregar prefirió tirarse en la cama con la
luz apagada a pensar. La luz artificial de la luminaria de la calle se parecía
mucho a las de las casas que había visto un rato antes. Miró al techo, respiró
hondo y se dijo:
“Las cosas malas no le pueden ganar a mis ganas de salir adelante. Esos
niños se merecen que me vaya bien para que a ellos les vaya bien. Yo sé que
puedo”.
Acto seguido se puso a terminar
sus trabajos y a poner todo de sí para que en la prueba le fuera bien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario