Es increíble lo que conseguiríamos si nos detuviéramos un minuto en el largo camino de la vida a reflexionar sobre los códigos que esconden ciertos símbolos con los que estamos acostumbrados a vivir cotidianamente. El uniforme de las nanas ha dejado en evidencia múltiples problemas que subyacen a uno de los empleos más nobles de nuestro país. Es necesario establecer algunas conclusiones con respecto a este tema antes que la conversación al respecto sea cubierta por las suaves cenizas del olvido. Antes que el Año Nuevo le gane a esta noticia es necesario levantar la voz para aclarar ciertas cosas.
La Ministra del Trabajo ha hablado de indignación, que no es posible que una ley nos venga a remecer los cimientos para que cambiemos ciertas actitudes. Y no deja de tener razón: en uno de los países más conservadores de Latinoamérica y que se declara, inconscientemente, amante de la ley de maneras esquizofrénicamente aceptadas (vamos camino a las 25 mil) si una intención de cambio no está bajo la tutela del Imperio del Derecho, simplemente, no existe.
Como sociedad nos ha estallado esta realidad una vez más en la cara: el sistema señorial no ha muerto. Tres trabajos nos muestran las cosas tal cual son: los jornaleros, los temporeros y las nanas. Es cierto, se han realizado avances en fiscalización (aunque poca o nula), en equiparación del sueldo al salario mínimo (progreso elaborado en la anterior administración) y normalización previsional (en la realidad, existe una mayor conciencia sobre pagar las cotizaciones al día y respetar las vacaciones).
Sin embargo, no nos obnubilemos: Chile es arribista, clasista, segregador y, lo peor: cuando nos dicen las verdades en la cara las miramos con asombro y negamos de su existencia. De ese Chile que hemos heredado de los conquistadores convertidos, con la Colonia, en nobles, han quedado ciertos símbolos que se reafirmaron con la República: símbolos que subrepticiamente legitiman a una élite que se impone a la masa. La gran familia chilena ha establecido clubes con múltiples beneficios a los que sólo se puede ingresar con una renta. Y van más allá de la simple reunión o de adquirir un sitio para jugar tenis con el jefe: se ubican en sectores inaccesibles en medio del bosque, toman jugo natural en estilos arquitectónicos ultramodernos, poseen kilómetros de jardines que ya se los quisiera cualquiera.
No, no es resentimiento. Es poner en evidencia que al Club no entra cualquiera.
La gran familia chilena viste a la nana con los colores del futuro gris (“sus colores”) para, inconscientemente, diferenciarla de los que pagan la membrecía. Y no sólo eso: no le ayuda en el orden de la casa porque para eso se le paga. Para que decir si la deja entrar a la piscina: no ve que va con faldas muy cortas y genera escándalo en nuestros socios (no ve que como hace calor debe andar con traje de baño largo y las alforjas hasta los tobillos porque jamás han visto un par de piernas asoleándose; la señora se puede enojar).
En vez de quejarse tanto por la medida (y junto con ello, revisar y derogar la normativa que tanto revuelo causó), la gran familia chilena debería cambiar esta actitud enferma de enamorarse de los símbolos para diferenciarse. A todo le encuentran un resquicio: ya pasó con el uniforme escolar. Antes era uno solo; sin embargo, los centros de padres le cambiaron el color en pro de la identidad escolar. No bastaba con colocar solamente una insignia: tenía que ser la vestimenta entera. ¡No nos vayan a confundir con los del liceo municipal!
Cambiemos la actitud, tratemos mejor a la nana, paguémosle en el día que corresponde, respetémosle las vacaciones, ayudémosle a hacer las cosas de la casa. Como gobierno apuren los trámites y fiscalicen como la gente (pero de sorpresa si porque si les avisan cumplen la norma como por encanto). Como Congreso aprueben la normativa y no la guarden en el cajón que no sirve ahí.
Así se cambia Chile: no con promesas trilladas, no prometiendo ser la fotocopia del Edén europeo o norteamericano, no diciéndole a la gente que se aprobará la tremenda ley cuando en realidad la letra chica es más larga que la Carretera Panamericana. Así se cambia Chile: con verdad y respeto, con sinceridad y entendimiento, sacándose la venda de los ojos y mirando más allá del muro de dos metros cuarenta.
Porque sólo así esa humilde Virgen María que tanto dicen respetar podría entrar al Club sin ser segregada. Sólo así cuando se elimina el uniforme se cambia la actitud y no nos golpeamos con una piedra en el pecho el domingo en Misa en vano.
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