Después de leer mucho, al punto de convertirse en una obsesión, no pude dejar de preguntarme ¿Qué es correr el tupido velo? ¿Es, quizás, reencontrase con lo más puro del alma? ¿Es, por qué no, correr la alfombra para desempolvar recuerdos viejos de un baúl perdido? ¿Es, probablemente, detenerse un minuto a reflexionar sobre los grandes momentos de la vida? ¿Es, preguntarse, en qué minuto quedó la niñez fracturada?
Estas líneas que componen esta tela de arpillera no son precisamente parte de una columna. Es, más allá de todo, una pequeña reflexión sobre lo complejo de la etapa más importante de la vida: la niñez (y su fractura).
Los niños son los seres humanos en estado puro. No conocen más ocupación que los juegos y, siempre en el ansia de descubrir, no saben de envidias, de tristezas o dolores imborrables. Son los niños más grandes, los adultos, los que moldean su camino, corrigen su andar y los preparan para que sean igual que ellos. No, no se puede acariciar el rostro del vagabundo; no, no se puede jugar con tierra; no, no se puede reír cuando todos están en silencio.
Y no, hay que emigrar del hogar porque la historia de los niños más grandes que los cuidaban y que había que obedecer terminó. Porque ellos no son tontos: perciben cuando la madre los abraza fuerte porque se siente amenazado por el padre, o cuando él lo protege porque ella lo reta mucho.
Los niños son un mar de sensaciones puras y una esponja que todo lo absorbe. Sus juegos son el oráculo por el cual se vislumbran las profesiones del futuro y sus palabras son las reflexiones más sabias de la existencia.
La invitación de hoy es a cuidarlos cuando se produce ese quiebre de la unión que un día fue amor. Sí, ese que algún momento dio como fruto los hijos y que se desgastó por millares de cosas. Porque los únicos responsables de las futuras revisiones de la niñez fracturada y de las opresiones en el pecho por esconder tantos años la basura debajo de la alfombra son los padres. Sí, ambos.
Estas palabras que pueden parecer inconexas apuntan a dejar de hablarles con añuñucos y enfrentarlos con la verdad, con el filtro necesario para la edad pero con la sinceridad más absoluta. A contarles lo que está pasando y no pensar que son tontos y que no entienden nada. Hay que evitar que tomen parte por uno de los dos padres y que se conviertan en el escudo con el cual se defienden del otro, por más traumante que sea la situación, porque eso implica convertir una esponja en una pesada piedra llena de lágrimas sin lentes que seleccionen lo que quieren ver y lo que no.
Pero, por sobre todo, hay que apartarlos cuando las cosas se vuelvan densas porque ver demasiado es dejar a un ser humano con la niñez fracturada. Y el volver al recuerdo cuando adulto y revisor de la existencia será seguir escondiendo el polvo bajo la alfombra y un ciclo sin cerrar.
La separación (la suma de los problemas de la pareja) es un problema de los padres que se hace extensivo a los hijos. Y cuando no se les amortigua de la manera correcta puede ser un quiebre irreparable. Les invito a que se pongan en su lugar por un minuto con los ojos cerrados tratando de conectarlos consigo imaginando qué pensarán ante ello. Eso puede transformar un dolor en un eterno agradecer por el colchón que se puso.
Porque cuando se corre el tupido velo y se revisa la existencia hallando la niñez fracturada la única vuelta que le pueden dar los padres a la situación cuando no hay nada más que hacer es un abrazo sincero y una disculpa. Pero, cuando hay tiempo para meditar por un segundo el llanto, más de una voluntad puede cambiar la existencia de ese niño pequeño o no tanto.
Esa es la diferencia entre un niño más grande que llora porque lo apartaron de la situación y otro que se emociona porque vio demasiado recordando el pasado corriendo el tupido velo.
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