El alma, esa lucecita brillante, muy densa y muy liviana ubicada al centro de nosotros, que nos permite viajar a través del tiempo y del espacio, que nos ilumina en los sueños, que se desprende de nosotros al desdoblarnos sin darnos cuenta y que nos permite mirar y hablar sin decir ni una sola palabra, es tan maravillosa que es capaz de condensar las emociones en una gota de agua y botarla al mañana lentamente, dejándonos más vacíos y más libres. Eso, para mí, es una lágrima.
Esa lágrima se junta con otras y forma el llanto, un torrente de emociones que nos saca de dentro lo que no podemos decir con palabras. Está condicionada a la capacidad de encontrarnos con nosotros mismos y sacar afuera lo que tenemos atrapado. Si no lloramos es porque no somos capaces de encontrarnos con nuestras emociones más profundas y sacarlas a la luz.
La sociedad nos obliga a no llorar, a mantenernos serios y a reírnos en los momentos justos. Nada de salirse de los cánones impuestos: hay que pasar las penas muy rapidito y olvidar lo que nos pone tristes. Hay que dar vuelta la página lueguito y seguir viviendo como si nada.
¿Cuántas veces no hemos querido llorar y no hemos podido no precisamente porque no queramos, sino porque nos dicen “deje de llorar mijito, usted es hombre y no puede”, o “déjate de pensar en esas tonteras y da vuelta la hoja”? ¿Cuántas veces, especialmente cuando niños, no hemos debido escondernos debajo de la cama para poder sacar a flote las emociones? ¿Cuántas veces, viendo una película o escuchando una bonita canción no hemos sentido ganas de llorar y, por esa misma presión social, no nos hemos dicho “no, no debo”?
La sociedad es la que nos obliga, muchas veces, a moldear las emociones para no quedar mal con el resto. Por eso es importante darnos cuenta que si no lo hacemos es porque así nos criaron desde siempre, lo que no significa que esté bien. Llorar no es signo de debilidad o de inferioridad, es encontrarnos con lo más profundo que esconde el alma. Nos vacía, nos limpia y nos libera, nos hace más grandes, nos fortalece. Saca de nosotros eso que no queremos hablar y que mantenemos escondidos.
La invitación de hoy es a no tenerle miedo a llorar porque quizás no podamos dejar de hacerlo y a entender que cada lágrima que botamos es un paso más en el largo camino de la existencia. No nos va a hacer ni más tontos ni más débiles, sino que nos convertirá en personas más limpias por dentro y más reconciliadas con nosotros mismos.
No tener miedo a llorar es no tener miedo a vivir.
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