Tweet Segui @dini912030 Maleta de Opiniones: febrero 2012

13 febrero, 2012

La Araucanía a Santiago: nos rendimos.

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La Araucanía a Santiago: nos rendimos.

En su carta, la Región ubicada en el sur de Chile explica las razones que la hacen desistir de su intención de surgir a pesar de la fuerte competencia nacional y extranjera.

Estimados miembros del gobierno nacional chileno:

Escribo desde uno de los territorios más confusos de lo que ustedes conocen como Chile. Ese territorio al que tanto aman y al que tanto han intentado gobernar. Tienen tantos problemas que, como nos incorporaron a la fuerza hace casi siglo y medio, ya no se ocupan de nuestros problemas.

En nuestra sangre no sólo está la herencia mapuche, colona y chilena, sino que la vena abierta eterna de los problemas sin solución. ¿Se acuerdan de cuando sus problemas no tenían otra solución que la ocupación de estos campos fértiles aprovechando la fuerza y gallardía que les daba la guerra del norte? Bueno, llegaron, mataron a quienes quisieron porque eran bárbaros en nombre del progreso y de su religión liberal, arrasaron con las rucas ancestrales y descuartizaron a sus miembros. Aquí están los resultados.

Trajeron desde muy lejos, en las peores condiciones, en viajes que no resultaron lo esperado, con contratos que nunca se cumplieron, a los más esforzados colonos que no la pasaban mejor en sus tierras de origen. Los hicieron radicarse en lugares que no eran los de las explicaciones oficiales obligándolos a trabajar a sol y a sombra para despejar los campos recién invadidos. Muchas veces, aun sin poder más, cultivaron los sueños de una vida mejor. Estas son las consecuencias.

Así germinó una comunidad que nunca fue tal. Las odiosidades de uno y otro bando se cultivaron por generaciones y hoy son sus descendientes, los que no tienen la culpa de lo que hicieron sus antepasados, los que pagan las consecuencias: los conflictos permanentes, los caminos cortados, los camiones quemados, las reclamaciones, la CAM contra el (¿Real?) Comando Hernán Trizano. Este es el final que se consiguió.

Hoy somos la región más pobre de Chile, la que pasó de ser el “granero” (¿Es realmente grato vivir en uno?) a la, en un minuto, “Etiopia” (¡Imaginense la comparación!) . ¿Sabían que no vivimos en rucas, sino que tenemos, como en todo el país, centros comerciales, farmacias, colegios, como en todos lados?

Pues bien, a pesar de todo eso y de que se vanaglorian de que estamos absolutamente incorporados, su atención se demuestra en los indicadores objetivos: cero inversión directa durante años, últimos lugares en los índices de competitividad regional y otras mediciones, población mapuche en la completa pobreza porque se les impone el desarrollo desde una perspectiva ajena a su modo tradicional de vida y sin consulta, zonas relativamente cercanas a la capital regional estancadas en el tiempo.

Podría mencionarles mil problemas de toda índole pero todo se resume en una frase: nos rendimos.

Ocuparon esta tierra con la fuerza de las balas y secaron la sangre mapuche hasta que quedó la nada misma. Hoy secan el agua en función de la dependencia forestal que seca las napas de las que viven hombres y mujeres que no tienen las posibilidades de vida, progreso y desarrollo de ustedes. Ese verde oscuro que se ve desde Angol hasta Loncoche en diez o veinte años serán cerros amarillos y sin vida secos por sus errores.

Hoy su gente, que trata de salir adelante como puede, lejos de las luces del centro de Temuco, ya no pudo más. No hay Plan Araucanía que la salve: se rinde para que dejen pasar lo que quieran. Caímos en la decadencia por su culpa y, como los habitantes originarios no murieron, ocuparon las dos estrategias más poderosas que existen: secar la tierra y hacer que se cansen. Lo consiguieron, pueden aplaudir.

Gran parte de la gente que leerá esta pequeña nota se espantará y no creerá de lo que les hablo. No los culpo: durante años se les ha vendido el mito de la “incorporación perfecta”. No los obligaré a que busquen más y lean otras fuentes que no sean los libros de siempre. Ya no intentaremos convencerlos más: estamos derrotados y no sabemos qué hacer. Los gobiernos se demoran meses y meses en resolver el problema del agua en verano y el de la nieve en invierno.

Nos rendimos. Hicieron bien su trabajo. Pasen a ocupar los últimos restos de las cenizas de esa región gloriosa que alguna vez quiso pujar y que, gracias a su desidia y maltrato reiterado, fue derrotada. Hoy La Araucanía se rinde a sus pies. Repártanse el botín y déjennos morir en paz porque para eso están llamados: para hacer que Santiago siempre gane y el resto se someta.

No se preocupen: seguiremos cantando el “cantarito de greda de Peñaflor” o la “cicha de Curacaví” vestidos de huasos del valle central para la celebración de su Primera Junta de Gobierno el 18 de septiembre y nuestros niños cantarán una canción en mapudungún sobre el héroe que fue Arturo Prat. Ya no hincharemos más.

Espero que sea de su agrado recibir tal noticia. No se molesten en enviar respuesta: ya habremos muerto para esa triste fecha.

IX Región de La Araucanía, ex-zona de La Frontera, Wallmapu.

¿Qué es, actualmente, la libertad?

En esta ocasión quisiera hablar brevemente sobre una pregunta que en estos tiempos puede ser tan simple como compleja y ejemplificarla a partir de hechos muy simples: ¿Qué es la libertad actualmente? Algunas luces nos dará la demostración posterior.

El sistema económico llega magistralmente hasta los últimos rincones de nuestra vida, pertenecemos al Estado desde que nacemos hasta que fallecemos, las cámaras de seguridad vigilan nuestros pasos, la democracia es cooptada por las cúpulas de los partidos políticos, nuestro rut contiene prácticamente nuestra vida, nuestras compras son registradas por avanzados sistemas que vigilan lo que comemos y hacemos. En fin, bajo este panorama, ¿Somos realmente libres? ¿Qué podemos esperar de una sociedad que, al menos en apariencia, nos vende “libertad”? Dos ejemplos pueden ilustrar el punto de vista que quiero entregar.

Imagínese entrando a un supermercado y le ofrecen cientos de productos que puede elegir. Puede comparar precios, incluso lugares, recorrer toda la ciudad hasta encontrar lo que le conviene. En el carro del centro comercial lleva todo lo que necesita para el mes y algún gustillo para endulzar la vida o no compartir en la noche viendo televisión acostado después de un pesadísimo día de trabajo. Pues bien, puede cancelar con diversos medios de pago y escoger en cuánto quiere pagar si es que corresponde.

Así es la libertad: a uno le ofrecen cientos de alternativas limitadas por sectores que manejan y controlan todo el proceso a su antojo. Vigilan para que nadie robe nada y se sientan libres, incluso acompañados por música para distraerlos, y así puedan sentirse tranquilos y sin esa molesta sensación de estar siendo observados.

Salfate dirá que son los “poderes fácticos”, otro señalará que son “puras tonteras”. Prefiero mencionar que son los sectores controladores de ciertos procesos en los que nos vemos directamente involucrados y que se aprovechan de la falta de unión e ignorancia frente a muchas cosas para favorecer su propio poder. Dejan la ilusión de algo y hacen todo lo posible para que así siga siendo. Eso es lo que conocemos como “el sistema”.

Claro que no todo está perdido. Si fuera tan perfecto no existirían espacios de resistencia en todas partes del mundo, la gente no saldría a protestar y esta columna no existiría. El ordenamiento no se rompe con una revolución de largo plazo: se materializa con pequeños estallidos minúsculos a lo general que, si se suman, son poderosos.

Esa “libertad” se rompe comprando en otra parte, cambiando la televisión, comprando otro diario, averiguando más sobre las noticias y criticando más aunque le digan que se calle. Cuando se hace eso le dobla la mano al “destino”: es verdaderamente “libre”. Ahí escoge usted y nadie le dice lo que tiene que comprar entre las opciones que le imponen.

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Al que se haya sentido identificado con esto y le hayan tratado así alguna vez envíeles esta columna. De más de algo servirá.

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Sólo así el historiador deja de ser un aprovechador y devuelve a la gente lo que le pertenece. Porque eso es hacer historiografía: extraer los hechos “del pueblo” y devolverlos donde los sacó. Lea a un Alfredo Jocelyn-Holt o a un Felipe Portales, ellos les darán algunas luces sobre lo que digo. No, perdón, como ellos son ensayistas no cuentan, porque son los parientes pobres de la historiografía.

¿Qué es el resentimiento?

Entre medio de tanta columna de este autor que anda dando vuelta quisiera hacer una pausa para hablar de una palabra clave que no deja de encontrarse en muchos comentarios en todas las plataformas: el resentimiento. Ese prejuicio que es como la mutación del “comunista”, del “arrastrado”, del “roto” que se queja siempre contra lo que dicen los patrones.

Muchos somos hermanos en ese concepto que es definido como “tener sentimiento, pesar o enojo por algo”; de ser así, todos estamos unidos en él. Aunque si otorgamos un significado más amplio a la palabra, se puede interpretar, desde este punto de vista, como la percepción de los demás sobre alguna opinión que deja entrever molestia desmedida por alguna situación que se considera “injusta” por parte del autor de la misma.

Se tiende a confundir el resentimiento con la crítica y el estilo de escritura, en este caso particular. La crítica, es decir, el parecer sobre algo, dice relación con analizar (especialmente lo negativo) sobre alguna situación para dejarla de manifiesto y someterla al juicio colectivo en un texto coherente. El estilo narrativo es lo que la condimenta y la da la sazón necesaria para que tome notoriedad y se convierta en algo interesante de leer.

No por nada la conocida carta pública al Club de Golf Brisas de Chicureo parte señalando que puede ser catalogada de “resentida” por lo que contiene y está adornada por un relato cargado de emociones completamente reales.

Es decir, aclaro para todos los que llaman resentido al que escribe estas columnas: están confundiendo severamente el odio absoluto contra el orden vigente desde la rabia desmedida con el parecer crítico, que hace balances y muestra el legítimo descontento contra alguien o algo adornado con un estilo narrativo que lo potencia.

Existen diversas maneras de canalizar el descontento: están las barricadas, los cortes de caminos, las marchas; cada cual escoge un camino, lo que es absolutamente respetable. En este caso, se opta por canalizar la inconformidad contra algo o alguien a través de las letras porque permite someterse al juicio público, generar opinión e, incluso, estimular al debate nacional con sólidos argumentos.

Así es que, para el que no soporta a este “resentido” y a otros de la misma categoría les digo frontalmente: si lo toma como que me molesta algo, sí, soy un “resentido”. No obstante, el término correcto es “crítico social”, pues no me gusta cómo funcionan las cosas actualmente, dejo entrever las falencias y carencias existentes y lo canalizo en una columna que se acompaña de algunos recursos retóricos.

Si lo toma como algo peyorativo, que critico por criticar, por “comunista”, “cafiche” y “que espero todo gratis”, o que “lucro con esto”, le advierto de entrada que se equivoca. Relea esta columna, defíname qué entiende por resentimiento y desde allí critique. Aclaro también: no escribo por odio: lo hago para dejar sobre la mesa los problemas y encontrar, a partir de ahí, las soluciones. Creo que es momento ya de aprovechar la crisis y descubrir los verdaderos acuerdos que nos permitan llegar al futuro de la mano de la conversación amplia. Tratarnos de “resentidos” está un poco fuera de lugar.

Al que se haya sentido identificado con esto y le hayan tratado así alguna vez envíeles esta columna. De más de algo servirá.

Aprovechadores históricos

Advierto a los lectores: algunas palabras de las aquí lanzadas pueden provocar polémica. Si no se atreve a leerlas, cambie de canal.

Desde junio del año recién pasado, en distintas plataformas virtuales, he expuesto diversos argumentos que explican mis diversos puntos de vista sobre situaciones que me parecen dignas de crítica. Sin embargo hay un aspecto que se me ha escapado y que en esta ocasión quisiera compartir: una crítica a la gran mayoría de historiadores nacionales a través de dos casos representativos.

El eterno relato del “asilo contra la opresión”, la base de los libros de texto del sistema educacional chileno, ha sido contado por diversas personalidades en los siglos XIX y XX. Ya lo hicieron, con mucho éxito en la élite santiaguina (por ende, nacional), Benjamín Vicuña Mackenna, Diego Barros Arana y Francisco Antonio Encina. Todos ellos confluyen, actualmente, en uno de los más reconocidos en el área: Sergio Villalobos. Este gran historiador nacional, no obstante, ha escrito obras de alto valor reconocidas por todos los círculos.

Sin embargo, ya retirado, vive de sus glorias pasadas. Sus últimas dos obras narran hechos generales de nuestra historia y critican a diestra y siniestra a todos por igual para poder él reafirmar sus propios logros haciéndose “el bacán”. Su tesis se basa en que “todos escriben por moda, yo lo hice antes porque era un adelantado”. Su gran meta es morir como Barros Arana: escribiendo hasta con fiebre (y me atrevo a especular que con la señora recostada también en la misma cama).

De seguro, ya a estas alturas ha escuchado hablar de Gabriel Salazar, el antípoda del profesor Villalobos. Torturado, hombre de esfuerzo y notable valor, ha revisado nuestra historia de manera tan magistral que siempre nos deja cuestionándolo todo. El Premio Nacional de Historia lo tiene más que merecido y, por cierto, sus argumentos han sido la inspiración para muchos.

Sin embargo, tiene un problema medular. Haga la prueba: tome un libro en el que hable de economía y pruebe cuánto se demora en leerlo sin tener los conocimientos previos. Aunque tanto en política como en esta área es un maestro cuesta a veces entenderlo por la plaga de tecnicismos que se encuentran entre sus páginas.

Ambos historiadores representan una realidad común: el que son aprovechadores históricos. Estas dos reconocidas figuras pertenecientes a los círculos historiográficos ocupan palabras que son, a veces, complejas de entender y escriben en un lenguaje que es engorroso y lejano a los sectores desde donde se extrae la información. Es decir, toman los hechos que ocurren en diversas épocas “del pueblo”, los ordenan y referencian con muchos libros y los dejan en obras que llevan su nombre. Al final, alimentan su propio ego pues los libros son caros y la gente no tiene acceso a leer su propia historia en esos tomos.

Se aprovechan de las cosas que nos pasan o nos pasaron a nosotros o a nuestros antepasados, las llenan con formatos que entienden sólo en los círculos académicos o de estudiantes y no los devuelven a la comunidades de donde los quitaron. Se “lavan las manos” dejando esa labor a los profesores y, si tienen edad avanzada, se tranquilizan diciendo “les corresponde a ustedes porque nuestro tiempo ya pasó”.

Hay que aspirar, entonces, a hacer una historia pedagógica, que al principio del libro tenga algunas orientaciones para su lectura y las palabras clave para entenderlo o cómo el autor abordará ciertos temas. Debe procurar que la gente se entere de lo que está escribiendo y sobre quiénes para que estén atentos y hacerles llegar, por diversos canales, la información para que efectivamente apliquen esa historia para comprender su presente fuera de la escuela. Hay que hacerles llegar la historia, que nos pertenece a todos, en un lenguaje sencillo que puedan entender tanto el académico con postgrado como el camionero o el albañil.

Sólo así el historiador deja de ser un aprovechador y devuelve a la gente lo que le pertenece. Porque eso es hacer historiografía: extraer los hechos “del pueblo” y devolverlos donde los sacó. Lea a un Alfredo Jocelyn-Holt o a un Felipe Portales, ellos les darán algunas luces sobre lo que digo. No, perdón, como ellos son ensayistas no cuentan, porque son los parientes pobres de la historiografía.

Chile: otro caso de desarrollo frustrado.

Es inevitable preguntarse después de leer que el Gobierno chileno, representante de la soberanía popular, permitirá la absoluta explotación privada del oro del futuro: ¿Qué dirán Frei Montalva y Allende si los vieran hoy? ¿Qué pensarían aquellos que aplaudieron la decisión de chilenizar y nacionalizar la viga maestra de la economía, sobre la situación actual? Enmudecerían de asombro.

Una cosa es que, en algunas áreas, la empresa privada lo haga mejor que el sector público; pero otra cosa muy distinta es que le traspasemos todo para que lo explote y regule para ganancia propia, aun sabiendo los errores históricos que hemos cometido y las consecuencias que ello trae. La historia no es una bola de cristal que predice el futuro, pero contiene algunas claves para entender el futuro. Jugaré hoy a ser mago.

No, señor Presidente, el salitre no se acabó. El mundo privado lo explotó hasta que no se pudo más porque no era la ideología imperante que pasara a manos públicas y el Estado tampoco quiso hacerse cargo. Era parte de una maquinaria económica extremadamente dependiente, que pudo haber hecho a Chile desarrollado económicamente si no hubiera tenido una clase tan parasitaria como inconsciente, que se desarrolló sobre bases tremendamente frágiles.

Los años ’60, donde se desarma esa especie de “puzle perfecto” del Jocelyn-Holt, traen el traspaso hacia lo público del cobre. Una materia prima que nos ha dejado tremendos dividendos y que ha permitido sustentar, en gran medida, el desarrollo económico nacional en la actualidad. Sin embargo, parece que nuevamente la participación privada nos gana en tecnologías y procesos, lo que nos deja nuevamente retrasados.

Hoy, cuando tenemos una nueva oportunidad de asegurar el futuro (sin descuidar, claramente, la diversificación económica y el impulso industrializador que nos permitirían ser efectivamente desarrollados), desaprovechamos una carta segura. Nuevamente, cuando podemos estar a las puertas del eterno sueño económico, nos matamos viendo cómo los privados por opción propia “nuestra”, o de quienes representan la soberanía popular” desaprovechan una nueva oportunidad.

En el futuro este llamado de atención será efectivo, lo aseguro. Y cuando queramos revertir el proceso preguntándonos cómo deshacer el camino andado será muy tarde. La pilas ya no llevarán litio con bandera chilena y nosotros nos habremos farreado aberrantemente, por opción de nuestros gobernantes sin tino histórico ni social, una nueva oportunidad de desarrollo más justo y más equitativo para todos.

Por eso, cuando un día digan en la televisión “Chile es tuyo”, mejor pregúntense: “Chile, ¿Es tuyo?”.

¿Es Chile una República unitaria?

¿Han escuchado ese cuento que relata que Chile es una República Unitaria? Pero, a ver, realmente, ¿Se lo han creído? ¿Nunca le encontraron nada raro? Creo que es necesario detener el largo acontecer de la historia nacional para encontrarle algunos reveses a la legalidad constitucional vigente.

Esta vez, para no ser tan típicos, lo vamos a hacer a través de algunas preguntas que “desmenuzan el pescado”: ¿Qué es Chile? ¿Qué es República? ¿A qué se refiere con “unitaria”? ¿Quiénes componen esa República Unitaria? ¿Es Chile una República Unitaria?

Chile es un territorio ubicado al sur del mundo (como diría el chiste, “son como veintitrés horas de vuelo en bajá y con viento ‘e cola, con suerte quedamos en el planeta”), limitamos con Perú, Bolivia, Argentina y un tremendo océano. Es decir, si no fuera por esa extraña capacidad de encontrar la solución a todo estaríamos completamente aislados. Vivimos, aproximadamente, diecisiete millones de personas, y compartimos cientos de elementos comunes que no es el caso nombrar aquí.

Una República es un sistema de gobierno fundamentado en el “imperio de la ley” cuya máxima autoridad es elegida. Es decir, es una forma de organización política en la que existe todo un complejo sistema de regulación dado por las leyes, independiente si estas son justas o no.

Cuando hablamos de algo “unitario” hacemos referencia a lo “uno”, a lo “único”, a lo indisoluble, a lo heterogéneo. En el caso de lo social, a la construcción de u colectivo social que se fundamenta en un territorio (que puede aparentar ser) continuo y en el que se encuentra una comunidad heterogénea a la que se le borran las diferencias para fundamentar la conformación de una identidad que sustente el discurso de un Estado unitario. Fue la estrategia que ocuparon los grupos dirigentes que quisieron romper con el pasado colonial argumentando la oposición de la “libertad” a la “opresión”. No importan las diferencias, no importa que existan muchos pueblos viviendo en el mismo territorio: todo se funde en el “uno”, en el “ser”, en el “ethos”, en la “nación”: en el “pueblo chileno”.

Por eso, no es menos cierto que los que componen esa república, ese colectivo, somos todos. El camionero, el inmigrante, la recepcionista, el escritor, el albañil, el residente en una comunidad indígena. Todos somos parte de esa identidad. La verdad es que nunca encajó realmente el discurso de que nos sintiéramos parte de esta tierra y a la vez chilenos. Si fuera tan perfecto, la identidad magallánica o la identidad mapuche serían un absurdo.

Con fundamento certero, entonces, podemos decir que Chile no es una República Unitaria. En realidad es un espejismo de fuerzas superiores e invisibles para hacernos creer que estamos en un solo territorio, que es lo mismo construir una mediagua en Tocopilla y en Dichato. Sí, muchas cosas nos unen, es cierto. Pero no es menos válido que el ser ”chileno” se fundamenta en un nacionalismo añejo, lo que o quita que no podamos celebrar en un partido de fútbol, por ejemplo. Lo importante está en reflexionar sobre estas cosas y comentarlas.

La verdadera nación es la que construimos nosotros día a día, no la basada en relatos del post-colonialismo territorial de 1810. Esa es la verdadera república, la verdadera comunidad de hermanos unidos en lo común y lo diverso.

La automatización del ser humano.

Hace algún tiempo, una de las tantas columnas que escribo tuvo una repercusión mediática que hasta hoy ha dado vueltas en la opinión pública: la respuesta a un artículo del reglamento de un exclusivo Club de Golf de la Región de Chicureo, en la República de Santiago Oriente, una de las tantas residencias de los que manejan Chile. Fue una carta que dejó al descubierto la discriminación, las diferencias sociales, el Chile segmentado por un muro de clases infranqueable y ese país que no sale en las teleseries de los canales de televisión.

Chile, como podemos ver en una conocida promoción de una nueva teleserie nocturna, se toma en una copa de vino. Una copa que no sólo despierta poder y ambición, sino que diferencias aberrantes. Están los que se toman el de reserva del año, con aroma a frutas y añejados en viñas con nombres tan rimbombantes como “León de Tarapacá” o “Exportación”.

Y también están los que todavía toman “Tres tiritones”, “Real Audiencia” o “Sonrisa de león”. Esos que trabajan de sol a sol para ganarse el pan y que, a duras penas, se ríen cuando les cuentan el chiste de que “continúan los robos en las micros, otra vez subieron los pasajes”.

Esta vez quisiera referirme a un tipo de “obrero” muy particular, uno que escapa a los análisis tradicionales del siglo XIX porque, simplemente, no existía, pero que también se puede calificar en la tipología de “explotados”: los empleados de oficina. Esos que se relacionan todos los días con un sistema integrado que les orienta el trabajo y los deja a medio camino entre el ser humano y el robot. Esa transición maldita se puede denominar “automatización del ser humano”.

Estamos como en ese momento cruel en que el hombre fue desplazado por la máquina a medida en que avanzó la Revolución Industrial y muchos quedaron sin saber qué hacer. Esta segunda ola, sin darnos cuenta, nos está volviendo a reemplazar: los empleados de oficina que ocupan estos programas (y que son presos de la rutina porque así hay que hacerlo) viven en función de lo que les dice el computador. Es decir, si el sistema les dice que se vayan a cierta opción se tienen que ir allá porque no hay otro camino más que hacerlo muy rápido. Si les dice que se muevan es sólo para que se paren a buscar una hoja que acaban de mandar a la impresora.

Aunque se me pueda criticar o se me pueda tildar de exagerado, es el computador el que pone algunas cadenas al hombre para que no se mueva de su asiento. Cuando se da cuenta está tan contracturado que ni siquiera puede moverse bien: debe hacer ejercicio (en el mismo puesto de trabajo) para liberarse de ellas.

Cómo me dijo, ¿Qué propongo yo para solucionar este problema? La verdad, no sé. Creo que (aunque parezca una aceptación tácita del sistema), las relaciones “explotador-explotado” (como se podría llamar en términos tradicionales desde la izquierda) se pueden mejorar a través de un mejor ambiente de trabajo, de buscar maneras alternativas de llevar a cabo los procesos que corresponden y estar conscientes de lo que nos pasa, siendo capaces de reflexionar sobre este tipo de cosas.

Porque la “cadena” más importante no está en el cuerpo, está en el pensamiento. Reflexionar sobre estas cosas, más allá de lo bien o mal que puede estar, nos hará eternamente libres.