Hace algún tiempo, una de las tantas columnas que escribo tuvo una repercusión mediática que hasta hoy ha dado vueltas en la opinión pública: la respuesta a un artículo del reglamento de un exclusivo Club de Golf de la Región de Chicureo, en la República de Santiago Oriente, una de las tantas residencias de los que manejan Chile. Fue una carta que dejó al descubierto la discriminación, las diferencias sociales, el Chile segmentado por un muro de clases infranqueable y ese país que no sale en las teleseries de los canales de televisión.
Chile, como podemos ver en una conocida promoción de una nueva teleserie nocturna, se toma en una copa de vino. Una copa que no sólo despierta poder y ambición, sino que diferencias aberrantes. Están los que se toman el de reserva del año, con aroma a frutas y añejados en viñas con nombres tan rimbombantes como “León de Tarapacá” o “Exportación”.
Y también están los que todavía toman “Tres tiritones”, “Real Audiencia” o “Sonrisa de león”. Esos que trabajan de sol a sol para ganarse el pan y que, a duras penas, se ríen cuando les cuentan el chiste de que “continúan los robos en las micros, otra vez subieron los pasajes”.
Esta vez quisiera referirme a un tipo de “obrero” muy particular, uno que escapa a los análisis tradicionales del siglo XIX porque, simplemente, no existía, pero que también se puede calificar en la tipología de “explotados”: los empleados de oficina. Esos que se relacionan todos los días con un sistema integrado que les orienta el trabajo y los deja a medio camino entre el ser humano y el robot. Esa transición maldita se puede denominar “automatización del ser humano”.
Estamos como en ese momento cruel en que el hombre fue desplazado por la máquina a medida en que avanzó la Revolución Industrial y muchos quedaron sin saber qué hacer. Esta segunda ola, sin darnos cuenta, nos está volviendo a reemplazar: los empleados de oficina que ocupan estos programas (y que son presos de la rutina porque así hay que hacerlo) viven en función de lo que les dice el computador. Es decir, si el sistema les dice que se vayan a cierta opción se tienen que ir allá porque no hay otro camino más que hacerlo muy rápido. Si les dice que se muevan es sólo para que se paren a buscar una hoja que acaban de mandar a la impresora.
Aunque se me pueda criticar o se me pueda tildar de exagerado, es el computador el que pone algunas cadenas al hombre para que no se mueva de su asiento. Cuando se da cuenta está tan contracturado que ni siquiera puede moverse bien: debe hacer ejercicio (en el mismo puesto de trabajo) para liberarse de ellas.
Cómo me dijo, ¿Qué propongo yo para solucionar este problema? La verdad, no sé. Creo que (aunque parezca una aceptación tácita del sistema), las relaciones “explotador-explotado” (como se podría llamar en términos tradicionales desde la izquierda) se pueden mejorar a través de un mejor ambiente de trabajo, de buscar maneras alternativas de llevar a cabo los procesos que corresponden y estar conscientes de lo que nos pasa, siendo capaces de reflexionar sobre este tipo de cosas.
Porque la “cadena” más importante no está en el cuerpo, está en el pensamiento. Reflexionar sobre estas cosas, más allá de lo bien o mal que puede estar, nos hará eternamente libres.
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