Si hablamos de “tragedia nacional” hace 101 años hablaríamos de la muerte del Presidente Pedro Montt y el Vicepresidente Elías Fernández Albano justo antes de celebrar el Centenario de la Independencia, fallecimientos que no fueron del sentir absoluto de las masas (más bien para una élite).
A diferencia del hecho anterior (que más bien pasa al anecdotario del libro de historia) el “alma de Chile” comienza, con la masificación de los medios de comunicación, a sentir como propias ciertas pérdidas y acontecimientos. Pasó con los mártires de Antuco, a quienes se les obligó a marchar y los vimos como el chico que vivía en la esquina y se fue al Regimiento; también con el “milagro de Atacama”, que a pesar del show mediático en que se convirtió y la gente que se aprovechó de él nos acostumbró a pensar en que, a pesar de la incertidumbre, debemos tener fe y pensar en positivo.
Y pasa también con la tragedia “de los 21”. Hecho que nos deja varias lecciones.
Primero, que el desatino de Las Últimas Noticias nos chocó porque adelantarse a los hechos sólo por vender es uno de los errores más estúpidos que se pueden cometer. Todos debemos reconocer que, a pesar de que en el fondo quizás siempre supimos que podía terminar en un desenlace fatal, teníamos una cierta esperanza en que por lo menos uno apareciera vivo. Lamentablemente no fue así, lo sabemos, pero es enseñanza para los medios de comunicación el no hacerlo.
Segundo, que si bien puede parecer que hay muertos “de primera y segunda clase” (en referencia a las palabras esgrimidas por Natividad Llanquileo; por ende chilenos “de primera y de segunda”) es distinto el impacto que nos deja ya no ver a alguien al que uno se acostumbró todas las mañanas, viera o no el programa. A pesar de que las personas que iban allí no fueran cercanas para nada y que quizás jamás las fuéramos a conocer son parte de la televisión: un medio que nos informa, nos entretiene y nos acompaña aunque no podamos responderle, con un poder que sorprende.
Es por ello que no hay que ser malo ni despectivo con la gente que pone velas y flores a la salida de Televisión Nacional. Es el reflejo del sentir de muchas personas que tienen de verdad pena por perder a alguien que les acompañaba todos los días.
Tercero, insistir en la potencia del mensaje que transmite la televisión y que en esta ocasión ha dejado con una pelota de lágrimas atragantadas a millones de personas, reflexionando sobre el tema de la muerte. Creo que es un bonito momento para pedir disculpas y reconciliarse con quien se ha peleado. Es un precioso momento para los acuerdos entre quienes disienten en bien del país y para que la eterna “gran familia chilena” se siente a conversar.
Cuarto, que en vez de estar tristes (a pesar de que los que vemos el matinal frecuentemente el lunes va a ser chocante) debemos quedarnos con las imágenes alegres que siempre gente como la que falleció nos transmitió.
Quinto y final, que no hay que olvidar que hay muchas más familias que también sufren y que sería bueno también mencionarlas. Lógicamente el impacto es distinto por la aparición en los medios de comunicación, pero también es necesario hacer una mención por ellos, por sus familias, por su eterno descanso.
Como humilde ciudadano que ve comúnmente televisión abierta y se acompaña de los rostros al desayunar, al hacer aseo, al cocinar, al levantarse, al interesarse tanto de política por cómo combinar bien la ropa; como alguien que vio el programa desde que el “trencito musical” pasaba por esa maqueta de Chile que varios quisimos tener; como alguien que igual sintió algo de congoja aunque “no era nada mío” y que hasta que no vea el funeral no va a aceptar la idea en harto tiempo (aunque se olvide en un tiempo más); vayan mis claveles a quienes fallecieron en el corto segundo en que visualizaron el último soplo de vida contenido entre el azul del mar y el eterno cielo.
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