Tweet Segui @dini912030 Maleta de Opiniones: Recuerdos de pobreza: cómo viven los desheredados de Chile

14 julio, 2011

Recuerdos de pobreza: cómo viven los desheredados de Chile

Chile es uno de los países con peor distribución de la riqueza. La Araucanía fue conocida en algún momento como la Etiopía de Chile. Día con día los habitantes de ciudades como Tocopilla, Santiago y Temuco son atacados por un aire que es peor que veneno. En los noticiarios ya no vemos noticias objetivas sino que desinformación pura, salvo honrosas excepciones; el gobierno vigila cada opinión en un intento desesperado de controlar lo que pensamos. Porque ya no sólo “se mueve una hoja” sin que ellos lo sepan, sino que ahora, por culpa suya, todo marcha bien.

Detrás de todas estas frases, encuestas y números se esconden casi diecisiete millones de personas de diversos mundos y realidades, de todos los colores políticos y de piel, de las más diversas historias. Tanto los políticos en general como quienes ejercen efectivamente el poder gobiernan para estas personas, con políticas que pueden afectar hasta la vida diaria. Hoy quisiera referirme a algunas de esas realidades ejemplificándolas en algunos casos de esta larga y angosta franja de tierra que tiene tantos hijos como pesares a su haber.

El gran mal de los países en vías de desarrollo es que se despreocupa de la gente más pobre, tratando de mostrar a los estratos medios y altos como si todos fuéramos iguales. Creo que hoy es necesario refrescar un poquitito la memoria sobre la gente que no vive en las mejores condiciones.

¿Saben el impacto que tiene en una familia el que le entreguen una casa? Una vivienda social, que en Chile cuesta aproximadamente once millones de pesos, de dos dormitorios con un baño que a veces da a la calle; es la aspiración máxima de una familia, la base de la sociedad según la Constitución. Es la oportunidad de vivir en lo propio, la alegría máxima porque salimos de vivir de allegados, de poner nuestras cosas y nuestros muebles. Todo es genial, alegría y fiesta. Pero, ¿Sabían que puede ser uno de los centros de la marginación y la exclusión social?

Las ciudades de esta década, especialmente del modelo latinoamericano, son producto de las inmobiliarias que se aprovechan de que el suelo no es controlado por el Estado. Compran los mejores terrenos y a nosotros, los pobres, nos tiran para las peores tierras, las más malas y con peores drenajes. Es decir, esa alegría se puede convertir en un infierno: nos dejan con los peores accesos a comercio y servicios, sistemas de transporte, salud y seguridad. Se emplazan respetando como un dios al rubro privado y creando círculos de marginación y pobreza, sin consultarle a nadie, imponiendo el sector. Encima de todo, las entregan con un árbol que crece desmedidamente sin saber su especie y con la tierra “pelada”, sin un poquitito de pasto, con los mismos juegos de siempre que al tiempecito van a rayar. Lamentable, porque alguna vez tuve casa pero la tuve que dejar en circunstancias en las que me referiré algún día.

Los “antiguos” pobres, los que ganan el mínimo o un poquito más, los que tienen auto porque lo necesitaban y ya no por lujo, los que tienen internet y cable porque ahora les alcanzó la plata porque hay un poquitito más, los que compran desde una bufanda hasta una cocina con la tarjeta del supermercado o de la tienda y están encalillados hasta el cuello; todos ellos buscan un trabajo para comer. Muchos lo hacen porque se consiguieron un dato, otros por currículum postulando a varias pegas, pasando mil pruebas. En fin, todos trabajan porque tienen que hacerlo y, en menor medida, porque quieren y les gusta.

El trabajador promedio chileno (y eso lo podrá constatar en cualquier conversación entre amigos, familia o pareja cuando llega a la casa cansado después de la pega) quizás no aspira a grandes lujos, aunque abriga la esperanza de ser millonario y cambiarse a una casa más grande, ayudando a cuanto pariente lo necesite.

Sin embargo, sabe que queda en los sueños. Picotea por aquí y por allá para llevar un par de panes más a la mesa, para alimentar mejor a la familia, para sacar a la viejita a pasear por el aniversario o que los hijos no pasen las mismas pellejerías de uno. No aspira a grandes cosas salvo a ganarse la plata para comprar mejores cosas y darse algunos lujitos, como completos para la once. Aspira a mejores condiciones de trabajo con algún aumento de sueldo porque siente que se lo merece, con un mejor trato entre el jefe y el empleado, a un contrato justo con el respeto a sus feriados y días de descanso, a las vacaciones y el post-natal digno. Aspira a un buen ambiente de trabajo y convivencia con los compañeros, en “la mejor de las ondas”.

Porque el trabajador chileno es como lo que, en origen, se conocía como el roto chileno: trabajador, honrado, republicano y amante de su patria. El “guachaca” de hoy, el que todos en el fondo somos. El que disfruta viendo el partido de Chile (antes con Carcuro, hoy con Palma según los números) con una pichanga, el que pasa después de la pega a tomarse un schop, el que tiene su yayita que trata de arreglar con unas flores y un pedazo muy grande de carne para la señora en la noche, para hacer una rica comida. En fin, el que vive la vida con un millón de dificultades, pero que siempre anda con una sonrisa cada mañana.

Ese trabajador tiene a su hijo o hija, probablemente, en un colegio de básica municipal o subvencionado, según le alcance la plata. La mamá se levanta todos los días muy temprano para que la pase a buscar el furgón o para dejarla en las puertas del jardín. Viste a su hijita con las mejores prendas que pudo comprar al mejor precio en 24 cuotas porque no tenían interés y, porque con $1990 le añadían una crema para la cara. Cuando la dejó volvió a la casa porque tenía que hacer el aseo y la comida rápido, para poder ver la novela de la tarde. Si es mexicana o venezolana mucho mejor. ¿Se han fijado que desde hace algunos años en las teleseries no se ven personajes de extracción pobre, sino que lo más cercano es ver nanas? Aun así, a la gente parece gustarle mucho más que ver a alguien de su condición. Es preferible llorar por los problemas ajenos que por los propios.

Su hermana, trabaja de 9 a 5 en una oficina del Estado, en la cual tiene que tratar con cientos de personas con muchos problemas. A veces le carga, pero también disfruta de ello. Tiene buen ambiente de trabajo y, aunque debe soportar las de “Kiko y caco” quiere su pega. Llega cansada y lo único que quiere es tirarse en el sillón a descansar con un cafecito. A pesar de todo le gusta trabajar porque está juntando para comprarse un autito.

Lamentablemente, todos quieren comprarse ese autito. Si sumamos todos los que circulan en las calles contaminan más que fumador estresado con hambre: el aire es irrespirable. La niña que describíamos se enfermó de los bronquios: hay que llevarla al hospital. Pero no la atienden al tiro: está más lleno que tarro de sardinas. “Espere”, le dicen, hay más gente. Llegó a las ocho de la noche, la atienden como a las dos de la mañana. Le pusieron una inyección, le dieron paracetamol y le mandaron la interconsulta para la posta. La mamá se quedó despierta y fue a hacer la fila a las seis de la mañana porque a esa hora se ganan los de su sector afuera del consultorio. Hace un frío que congela las manos y quiere llover. Abren a las ocho, le dicen que se acabaron los números. “Llame por teléfono”. “Pero señorita, si está aquí al lado”, le dice a la funcionaria que está del otro lado de la ventanilla. Marca el número, la atienden delante de ella. Queda un número para la tarde. Lleva a la niña al policlínico, no hay remedios en la farmacia. Parece que era mejor llevarla a la “meica” que da las hierbas. Cobra cinco lucas pero atiende al tiro y uno se mejora más rápido. Santo remedio. (Aquí, en la Araucanía, se usan mucho las hierb as medicinales para mejorarse. Medicina alternativa, si prefiere llamarle).

Quise recoger, a veces con sarcasmo y a veces con verdad, algunas experiencias que me ha tocado ver en este soplo de vida. Soy bastante joven pero, como muchos, me ha tocado trabajar desde los dieciséis años para poder pagarme cosas tan básicas como el pasaje de micro. Quise ser autorreferente en esta ocasión porque hay muchas personas que comparten estas experiencias, y buscan en ciertas personas símbolos de su existencia. ¿O alguno creía que Alexis Sánchez, Pedro Aguirre Cerda, Michelle Bachelet, Iván Zamorano o hasta el mismo Sebastián Piñera son referentes sociales porque sí? Más allá de eso: se buscan símbolos de aspiración para decir “yo también puedo”.

Porque no es imposible soñar en esta vida. He sido empaque, cartero, cajero, vendedor, jefe de despacho, cargador de leña, ayudante de cátedra. No es ni más ni menos que muchos de los que leen esta columna. Simplemente, en esta oportunidad quería comentarles a muchos que hoy se pueden sentir desanimados que sí, se puede ascender. Que las ideas que se recogen se pueden compartir y aportar. Nuestra vida está tan llena de respuestas a muchos de los problemas de nuestra sociedad. Por eso es tan importante abrir los espacios en política y ciudadanía, porque todos tenemos algo que aportar. La única diferencia está en interesarse y creer que, aunque la política está tan desacreditada, si se llevan las oportunidades a los ciudadanos ellos responderán. Porque, como decía el Cardenal Silva Henríquez, uno de los más grandes chilenos de nuestra historia “si al hombre se le trata como hombre responde como tal”.

Para terminar, voy a contarles una experiencia de vida que espero sirva a los que estén algo desanimados hoy. Hace algunos años, cuando estudie en el liceo (municipal, por cierto), me tocaba ir en la mañana muy temprano a educación física. El pasaje escolar valía cien pesos en aquella época y, como no tenía, caminé como cuatro kilómetros con unas zapatillas que tenían un hoyo en la suela y se pasaban. Llegaba con lluvia, con frío, como fuera, como muchos lo hacen actualmente, en este siglo lleno de adelantos y “progreso”. A veces lloraba de rabia y de impotencia porque no podía cambiar la suerte. Pero bueno, como muchos dicen, “así es la vida. Peor es mascar lauchas”.

Años después, trabajando de vendedor en una multitienda, me tocó vender zapatillas. Gracias a eso pude comprarme un par de las mejores que había en ese entonces. Cuando las tuve, que eran comodísimas por cierto, lancé una frase que les dejo para que la piensen: “la vida siempre te da zapatos cómodos. Siempre”.

Muchos saludos a todos y muchas gracias por leer esta columna que hoy se apartó un poco de lo político y quiso analizar lo que se esconde detrás de los números. Dejo abierto del debate.

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