Estamos en Valparaíso y Diego Portales Palazuelos es designado Gobernador. Ya no le interesan “las cosas públicas” y prefiere retirarse allí para descansar de esa aristocracia que tanto le abruma. Constanza -esa amante a la que muchos afectos le tuvo pero que postergó por el viejo anhelo de forjar la República naciente- le comunica, con muchas ansias, que tendrán un tercer hijo.
Un escalofrío y mil pensamientos recorren la cabeza de aquel hombre. ¿Qué dirán aquellas vetustas del barrio alto? ¿Quién se hará cargo esta vez de este hijo? ¿Garfias? No, ya le había pedido muchos favores. ¿El jardinero? No, ya había reconocido al anterior. Quería ahorcarla, quería devolverla al Perú de donde nunca debió haber salido, quería volver el tiempo atrás para no haberse encandilado con esa niñita que tanto le escribía.
En medio de todo ese soliloquio, salió la más simple solución: un aborto.
¿Qué cosas habrán pasado por la cabeza de aquella enamorada cuando Diego la obligó? ¿Había que hacerlo porque él lo decía, para no perderlo? ¿Tendría la libertad para poder decirle que no en esa sociedad tan rígida? ¿Podría decidir ella qué hacer con su hijo?
No, nada de eso. La mujer, simplemente obedece. Nada de soluciones políticas: las leyes las hacen los hombres nobles que, por patriótica virtud, se han ganado un escaño en aquel honorable Congreso Nacional. Es primordial discutir las formas de financiamiento de la República y no pequeñeces de mujeres como esas de interrumpir la vida de un cristiano por nacer. No, la mujer debe ceñirse a las labores del sexo: a lavar, cocinar, bordar, ser una buena esposa.
Constanza, la “emperrada”, es llevada a uno de los mejores médicos del país entero. En ese entonces el aborto era considerado un homicidio pues se interrumpía la nueva vida. Había que protegerla a cualquier costo, permitiéndose sólo en aquellas ocasiones en que la madre tuviera serio riesgo de morir. Sin embargo, como Portales podía mover influencias y callar el tema, no tenía problema alguno en llevarla a aquel duro cadalso.
Quizás porque lo amaba, quizás porque quería evitarle buscar otra nueva manera de que su nuevo hijo llevara el apellido del jardinero, quizás porque se rindió, Constanza salió desde esa sala llena de lágrimas. Nadie sabe si se opuso, si aceptó sin condiciones o esperó que algún día nadie volviera a pasar por lo mismo. El hecho era uno: ya no tendrían un nuevo hijo.
Han pasado casi dos siglos desde que las leyes sólo eran discutidas por hombres y las mujeres no podían decidir sobre sus cuerpos. Constanza estaría contenta. Hoy no se obliga a nadie a abortar: si ponen en riesgo su vida, las mujeres pueden interrumpir su embarazo, hoy no existe nadie que imponga cánones morales y no existe diferencia entre la que puede pagarlo y dejarlo en el silencio “mejorándose” en una clínica privada y la que lo hace en un lugar clandestino y corre serio riesgo de morir. No, esos tiempos ya pasaron. Hoy no habría un Diego que la obligaría.
No, parece que las cosas no se han movido mucho de su sitio: aun existen Portales que quieren forjar una República e imponer sus cánones morales. ¿Es que hemos cambiado realmente entonces? Porque aquellos que se definen como herederos de quien intentó cuarenta años atrás cumplir el viejo sueño portaliano ven a la mujer como el contenedor que nada puede decidir, y no se quitan los orgullos en pos de lo que ellas piden limitándolas lo más posible.
Las cosas siguen igual casi doscientos años después. Si hoy Constanza viviera, con todo el dinero que tiene se aseguraría el mejor abortista de Chile y, aunque fuera un secreto a voces, nadie diría nada. Porque si una cara del ministro habría dicho que no a toda costa, de seguro en su casa la habría mandado nuevamente al mismo lugar. Porque con o sin ley esta triste realidad seguirá ocurriendo.
Es hora ya de legislar al respecto. Aunque, si fuera por la defensa de los altos valores morales, hoy Portales los aplaudiría de pie. Los alumnos han superado al maestro forjador.
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