En Chile y el mundo, 1990 fue un año clave para la democracia occidental-liberal: Pinochet entregaba el mando con la paradoja fundacional de la República Concertacionista, avances económicos “ejemplo” para el mundo con una fractura tremenda en lo social. La nueva coalición de partidos que recibía el país estaba en condiciones de cumplir el programa de gobierno que algún tiempo antes había elaborado.
Según este programa, la educación “debe fortalecer el respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales (…) así como favorecer la tolerancia y la comprensión entre las personas”. El sistema, en su conjunto, debe contribuir entonces al encuentro y la tolerancia como valores democráticos, y a la cicatrización de la nación fragmentada.
Un avance significativo en este ámbito fue enseñarnos lo que era la tolerancia, el respeto y el encuentro. Una de las consecuencias indirectas de la Reforma Educacional impulsada por el Banco Interamericano de Desarrollo fue potenciar el que volviéramos a hablar.
Ello se ha visto potenciado por medio de los trabajos en grupo y el encuentro permanente. Reflexionar sobre el pasado reciente en asignaturas del área de las humanidades, ha posibilitado el internalizar que una situación como la de 1973 no debe volver a repetirse, propugnando la consecución del diálogo como medio para resolver los conflictos.
Es lamentable que a ratos se nos olvide que este logro no es gratuito y que costó miles de esfuerzos, protestas y muertos a nuestros padres. Es lamentable que muchas veces, grupos que pretenden imponer una visión de la existencia terminen matando a otro porque simplemente se les ocurrió que estaba mal.
Procuremos no perder ciertos valores democráticos que se han transmitido en la escuela y que han servido de mucho para recomponer nuestra fragmentada democracia. La tolerancia nuevamente se ha puesto a prueba y, en esta ocasión, ha perdido.
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