Y pasamos los bullados doscientos años y todavía seguimos subdesarrollados. Debo aclarar de entrada que no comparto, bajo ningún caso, la lógica de que este concepto se basa en sacar el promedio de todos los sueldos del país porque es lógico que todos nos vamos a ver arrastrados por los que ganan más. Sin embargo, es lo que nos han impuesto como concepto y desde ahí hay que hablar.
¿No será que, adrede, quienes manejan el país en política y economía propician vender el cobre a tres dólares y que nos llegue de vuelta a seis u ocho, completamente transformado? Si no vemos desde la historia, encontraremos ejemplos que son reveladores. Ambrosio O’Higgins ya se quejaba de esta situación a fines del siglo XVIII, cuando intentó emprender una serie de proyectos que potenciarían económicamente al territorio. Sin embargo, fracasó porque nadie se interesó realmente en aportar en este camino.
Hoy pasan cosas parecidas. Con todo lo “bien” que le va al país y las potencialidades que todos sabemos que tiene, ¿Por qué, durante todos estos años en que el Estado chileno se ha articulado bien a las redes económicas y de comercio mundiales, no se han elaborado planes de industrialización y transformación de productos? ¿Por qué seguimos vendiendo cobre a los chinos, gringos y europeos en cantidades descomunales sin procesarlo aquí mismo?
¡Imagínense los niveles a los que podríamos llegar como Chile! Una cuestión tan básica, que lo puede entender perfectamente cualquiera, por alguna extraña razón no llega a la comprensión de nuestros gobernantes: con los recursos del cobre se puede estimular la inversión pública y privada y comprar la maquinaria necesaria, a la par que se fomenta la innovación para, en el futuro, fabricarla aquí, transformar la materia prima y venderla al mundo elaborada. ¿Se imaginan lo que haríamos con todos esos recursos?
Uno de los desafíos de nuestra clase política, de cara al futuro, es convencer a los diversos sectores económicos de potenciar proyectos para transformar los productos aquí y que esos recursos queden para nosotros.
Porque todo responde a una pregunta fundamental: ¿Qué sería China sin nosotros? Sin ánimos de infundir nacionalismo, es pertinente señalar que sería bastante menos de lo que es, o que pagarían bastante más por lo que podemos ofrecer, principalmente porque los recursos más grandes están aquí.
O si no, sigamos actuando como lo hace la organización del Festival de Viña que recién pasó: que los demás impongan las condiciones y nosotros nos limitamos a obedecer.
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