La muerte. En Google, 19.300.000 resultados. De toda la existencia debe haber una sola ley en la que la humanidad entera debe estar de acuerdo: que nuestra vida tiene un fin. Como seres humanos (esa unión que, desde mi perspectiva, es alma que habita en nuestro cuerpo y se expresa a través de él) sabemos que estamos de paso y que, tarde o temprano, se cortará un ciclo. Es la vida que llega a su final y nuestro cuerpo que baja a la tierra en un ritual tan antiguo como válido: el funeral.
Es cierto, tenemos la costumbre de enterrar a los muertos con una contradicción tan grande que los dejamos con la esperanza cierta de volver a encontrarlos y con el llanto de no querer dejarlos partir. Nadie nos enseña que la vida es un constante cambiar que culmina cuando nuestro corazón deja de latir y que, por ello, debemos desapegarnos a lo material, a ese excesivo amor que a ratos nos devora a través de la constante competencia y la feroz comparación que impone la sociedad occidental.
Le tenemos terror a hablar de la muerte porque nos encontramos con nosotros mismos. El computador que observa ahora (y con eso, todos los objetos tecnológicos que nos acompañan) es una excusa barata que encontró la sociedad en su conjunto para evitar la introspección o la conversación con lo más profundo que encerramos. Evitamos salir a caminar solos o darnos un rato para pensar antes de dormir para no escucharnos porque sabemos que (al menos, sobrios) no diríamos ciertas cosas.
Así como nuestros padres siempre se quejan que nadie les enseñó a criar a los hijos, es común a todos que nadie nos enseña cómo preparar nuestra vida para aquel paso trascendental. Tenemos luces de cómo es pero no lo conocemos con certeza salvo los que han tenido alguna experiencia cercana (o que escapa de toda lógica). El culto a la razón y las ciencias nos perjudicó en este sentido porque nos alejaron de pensar lo que podría venir después de la vida.
Nos falta preparación. Nos falta aprender a cerrar los ciclos con las personas más queridas, nos falta aprender a llorar sin culpa (especialmente los hombres), nos falta educarnos en las emociones. Alguien que nos acompañe en la pena y nos diga “sí, puedes desahogarte con calma, nadie te apura, nadie quiere que dejes en realidad de llorar; si te dicen algo es porque le choca ver lágrimas después de tanto tiempo”.
Nadie nos enseña a vivir los duelos principalmente (desde una opinión muy personal) que en realidad esa etapa es el largo proceso de acostumbrarse (o más bien, resignarse) a que la persona que se murió ya no está y por eso debemos adaptarnos a esta nueva realidad.
¿Alguna vez se preguntó si lloró lo suficiente cuando murió su papá o mamá, o su pareja, o ese amigo del alma? ¿Se sintió culpable cuando no lloró a un conocido porque no lo sentía? ¿Siente que le quedan cuentas pendientes con alguien?
En la sicología se apela a la autonomía para poder enfrentar y solucionar esos problemas. Junto con eso, agregaría, a conversarlos. Busque a alguien que sea de confianza y trate de conversar esas cosas, escríbalas, hable solo. Al final del día el alma estará un poquito más liviana y nosotros mismos nos prepararemos para ese día. Ese paso que no sabemos cómo llega, pero llega.
El terminar de sufrir es una imposición de los demás para seguir en la misma mentira de ocultar los sentimientos. Por eso, le invito a quitarse esa modorra y llorar sin culpa. Porque la muerte, a la larga, es parte nuestra, y está en nosotros esperar su llegada con el alma limpia y, en lo ideal, con una sonrisa.
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